Capítulo 1: La abuela

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Hace unos años fui de vacaciones a un pueblo chico, donde vivía mi abuela que estaba ya muy vieja. Mi padre me había dicho que vaya a visitarla, en ese momento yo tenía 20 años. Puso de excusa para que me sienta culpable que nunca había ido a verla y ella siempre me visitaba de chico para mis cumpleaños, aparte de que yo no trabajaba ni hacía nada.
Decidí que era bueno ir a verla, no sería por ella, pero le haría bien ya que tenía sus años y hace bastante nadie la visitaba. Sería como unas vacaciones a un pueblo feo en el medio de la nada, para cuidar a una señora de 80 años sin nada para hacer. Pero no tenía que quejarme por todo.
Diez horas de viaje en micro, esa fue la peor parte. Odiaba viajar por mucho tiempo. Cuando bajé, después de buscar mis valijas, me puse a mirar todo, era un lugar lindo pero no tanto, como dejado en el tiempo. Había pocas casas por cuadra, tenían terrenos grandes. No estaba tan acostumbrado a eso, yo vivía en la capital y no iba a ese pueblo desde que tenía unos cinco años. Mi papá siempre quiso que la tuviera buena relación con mi abuela, para compensar la falta de madre, pero nunca logré un buen vínculo con ella.
Las clases sociales se notaban mucho ahí, las casas cerca eran chicas, tenían patios grandes pero casas medio posilgosas, después estaba la de la abuela, era enorme, tres pisos, tenía detalles por fuera muy finos y delicados, era una casa antigua, esas de gente con plata; un patio enorme, con una fuente y muy bien cuidado, unos pocos arbolitos cuyas copas tenían forma de círculo y muchas flores lindas. A todos en su familia les gustaban las flores.
Golpeé la puerta, una señora de unos sesenta años me abrió
—Usted debe ser el nieto de Magnolia, pase. Ella está en la sala.
—Gracias señora.
Pasé, el lugar estaba impecable, muchos muebles de roble, mesas ratonas, alacenas, repisas; muchas teteras de decoración y floreros coloridos con flores que parecían cortadas de su jardín. Mi abuela estaba sentada en un sillón con una manta de raso. Se veía muy vieja, con un rodete atando su cabello canoso, y un vestido bonito, muy bonito para estar sola en su casa. Se veía adorable, me hizo sentir mal saber que estaba esperándome y yo nunca quería ir a verla.
—Julián, hace mucho no te veía, creciste mucho. Ve, deja tus cosas en alguna habitación de arriba y después tomamos té. Creo que hice unas galletas— dijo ella. Le sonreí. Subí las escaleras que eran de alguna otra madera. Todo estaba tan limpio que me sentía incómodo. En el primer piso había dos piezas exactamente iguales, un baño y un balconcito muy chico. Cada pieza tenía además su propio baño.
Guardé mi ropa en armario y dejé mi valija a un lado de la cama. Para lo cuidada que estaba la casa me sorprendía que la pieza tuviera polvo y que la colcha de cama estuviera vieja y finita, pero no podía quejarme de nada, la casa era muy lujosa.
Fui a la sala, ella me esperaba ahí con dos tazas de té, tazas de porcelana, y galletitas aún calientes.
—Son de pasas de uva y miel. Tus favoritas de niño.
—Qué detalle que te acuerdes de eso. Aún son mis favoritas.
Estaban tan ricas como olían, tal vez estaba enferma pero su habilidad para cocinar estaba intacta.
—Dime Julián, ¿Cómo has estado todos estos años? ¿Trabajas? ¿Estudias?— preguntó dulcemente.
—No voy a mentir, todo está complicado y no sé aún qué quiero estudiar, estuve trabajando en un kiosco por unos meses pero me despidieron porque creyeron que yo robaba.
—Ja, ja. Ay niño, hace mucho no escuchaba algo así. No debes presionarte. Seguro tu padre te pide que lo hagas, pero debes pensar bien que es lo que quieres. Es un trabajo que tendrás por muchos años seguro.
—Gracias Magnolia. Eres la única que me apoya en esto.
Cada vez más culpable. Lo único que podía pensar era en por qué nunca había querido pasar tiempo ella. Tal vez no era igual cuando no estaba enferma. Ya no recordaba mucho de antes. Pero en ese momento estaba feliz de estar ahí, no me arrepentía de mi viaje.
Pronto cayó la noche. Le avisé que quería salir a hacer algo, a comer tal vez o simplemente a pasear. Le pedí que me acompañe. Se puso intranquila, decía que no le gustaba salir, que lo impedía siempre que tenía oportunidad y que prefería estar en su casa. No era raro que dijeran que estaba loca, ¿Quién puede pasar tantos años encerrada sin perder la cordura?
Un señor, supongo que mayordomo, me abrió la puerta. Me deseó una buena salida. Había faroles que iluminaban todo con luces cálidas, había olor dulce en el aire. No sabía bien por qué, pero ese lugar se sentía como un hogar, aunque siendo tan diferente a dónde yo vivía, tal vez ni siquiera había un lugar para salir a comer. Estuve paseando por el lugar, muchas casitas, muchos faroles y bancos, pero nada de lugares de encuentro.
Después de media hora aproximadamente me encontré un restaurante. Muy iluminado, con banquetas frente a una barra y varias mesas. Me senté en una de ellas y pedí un plato de fideos con tuco. Miré a mi derredor. Todo lo que había era gente mayor, y no me refiero exactamente a viejos sino gente mayor de cuarenta, tal vez era gente que siempre vivió ahí y los hijos se le escaparon en cuanto pudieron. Sin lugares de reunión y sin gente joven ya no parecía tan simpático el pueblucho. Era como un paraíso de viejos.
Me trajeron la comida. Estaba insípida, le faltaba algo. No comí casi nada y me fui. Volví con mi abuela, me esperaba con unas papas fritas y milanesas de berenjena, porque ella no comía carne. Le agradecí. Seguro ella sabía que la comida era fea, por eso no me había querido acompañar.
— ¿Fuiste tú quién cocinó? — pregunté.
—Estaré vieja pero aún cocino. Y no me sale tan mal, ¿verdad?
—Para nada, está delicioso.
Se me hacía raro que alguien que tenía gente de limpieza y mayordomo hiciera su propia comida, pero tal vez le gustaba más la suya que la que hiciera cualquier otra persona.
Terminamos de comer y me fui a la cama. Dormí bien esa primera noche. Estaba cansado después del largo viaje y el día conociendo todo.
Desperté y la señora que me había abierto la puerta el día anterior me dijo que bajara a desayunar, que ella debía limpiar. Había otra señora más joven que ella, tal vez de unos cincuenta con el mismo trajecito de mucama que estaba limpiando el patio, cortando el pasto y arreglando las flores.
Había una mesita junto a un ventanal, con dos sillas. Ahí Magnolia estaba sentada, con una tetera y su té en la mano, y otra taza frente a la silla vacía. Todo tenía dibujos de flores azules. Las sillas eran de algarrobo con muchos detalles propios de un carpintero habilidoso (como los grabados de osos en el respaldo, por ejemplo).
Me senté en la silla vacía. El té era de pétalos de rosa, y había unas medialunas para comer. Estuvimos charlando un rato, de que prometía visitarla más seguido porque estaba pasando un buen momento con ella.
— ¿Sueles despertarte muy temprano?— me preguntó.
—Casi nunca, me despertó la chica que limpia.
—Acá no hay ninguna chica que limpia— No iba a discutirle, me habían avisado de que no estaba del todo cuerda así que no le dije nada—Querido, ¿Irías a la tienda que está a tres cuadras? Hay un jarrón que vi hace unos días, justo después que el mío se rompió. Es uno color verde, con algunos dibujos en oro.
—Claro que iré.
Fue a buscar algo de dinero y luego salí. Hacía calor ese día. Y, para mi sorpresa, había una mujer joven ahí, hasta ese momento, como ya dije, todos los que había visto era gente de más de cuarenta años. La mujer que estaba en el local era muy linda, de largo pelo castaño y grandes ojos oscuros, tenía rasgos muy bellos, sus pómulos, la forma de los ojos,  y figura esbelta. Me sonrió.

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