Su perfume invadiendo tus sentidos incluso entre sueños, la tranquilidad de dormir con él es uno de tus grandes placeres y despertar a su lado otro más.
Sus cuerpos trenzados bajo las sábanas blancas, compartiendo la frescura cálida de la tela y de la piel contraria.
Las tenues luces de la mañana traspasan las cortinas y tus párpados. Incluso antes de despertar sabes que la tarea más difícil del día será abandonar sus brazos.
Con movimientos lentos y sin abrir los ojos buscas refugio en el pecho ajeno. Diez minutos más.
El suave paseo de tus pies en busca de los contrarios termina en ambos pares descubiertos de la manta y expuestos a la brisa matutina. El casi imperceptible crujir de las hojas secas colándose por la ventana abierta. Embelesada por la atmósfera, podrías morir y vivir en la misma posición.
Tus adormilados actos y murmullos son acompañados segundos después. Suaves y ásperos ronroneos en tu oído y el frío toque de sus dedos reclamando tu cintura, exigiendo más cercanía de la que es físicamente posible. El ardor de su toque podría dejar huella en tu piel, su aliento en tu cuello podría marcar cada uno de tus poros y quemar cada vello.
Tus dígitos al igual que los suyos exploran a ciegas, su abdomen, su pecho, su cuello y sientes los espasmos de su cuerpo bajo tu tacto. Un lenguaje de caricias, un lienzo en blanco y una melodía no escrita.
Puedes abrir los ojos bajo ese espacio de necesidad mutua, no necesitan buscarse, ya se han encontrado.
Inefable obra expuesta solo para tu goce, ojos negros, gatunos, afilados. Te mira y tú a él, expertos del arte ante su obra maestra. Unen sus labios casi de forma involuntaria. En busca de su sabor preferido, su roce adictivo, su rutina favorita. Podrían despertar así todos los días, cada mañana, impregnados del perfume contrario.
Embriagados del otro.
—Buenos días.
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