Para el doctor Watson era un placer encontrarse de nuevo en el desordenado salón del primer piso de Baker Street, que había sido el punto de partida de tantas aventuras extraordinarias. Miró a su alrededor y contempló los esquemas científicos clavados en la pared, la mesa de química comida por los ácidos, el estuche del violín apoyado en un rincón, el recipiente del carbón, donde, desde siempre, se guardaban las pipas y el tabaco... Por último, su mirada se posó en el rostro juvenil y sonriente de Billy, el joven pero sagaz y discreto botones, que había contribuido en cierta medida a llenar el foso de soledad y aislamiento que rodeaba a la taciturna figura del gran detective.
—Parece que aquí no ha cambiado nada, Billy. Y tú tampoco has cambiado. ¿Se podrá decir lo mismo de él?
Billy dirigió una mirada solícita a la puerta cerrada de la alcoba.
—Creo que está en la cama y dormido —dijo.
Eran las siete de la tarde de un magnífico día de verano, pero el doctor Watson conocía demasiado bien la irregularidad de los horarios de su amigo como para sorprenderse en modo alguno por aquella noticia.
—Supongo que eso significa que está trabajando en un caso.
—Sí, señor; ahora mismo está metido de lleno en uno. Me preocupa su salud. Cada vez está más pálido y más flaco, y no come nada. «¿Cuándo se dignará usted a comer, señor Holmes?», le pregunta la señora Hudson. Y él va y responde tranquilamente: «Pasado mañana, a las siete y media». Ya sabe usted cómo se pone cuando tiene un caso.
—Sí, Billy, lo sé.
—Está siguiendo a alguien. Ayer salió disfrazado de obrero en busca de trabajo. Y hoy iba de ancianita. Casi me la pega, fíjese, y a estas alturas ya debería conocer sus trucos —sonriendo, Billy señaló una enorme sombrilla apoyada en el sofá—. Eso formaba parte del disfraz de anciana.
—Pero ¿de qué se trata, Billy?
Billy bajó la voz, como si estuviera hablando de grandes secretos de Estado.
—A usted no me importa decírselo, señor, pero que quede entre nosotros. Es el caso del diamante de la Corona.
—¿Cómo? ¿Se refiere al robo de la piedra valorada en cien mil libras?
—Sí, señor; tienen que recuperarla. El Primer Ministro y el Ministro del Interior en persona han estado sentados en ese sofá. El señor Holmes estuvo muy amable con ellos. No tardó en tranquilizarlos, prometiéndoles que haría todo lo posible. Y también vino lord Cantlemere...
—¡Aja!
—Sí, señor; ya sabe usted lo que eso significa. Un tío muy estirado, señor, si se me permite que lo diga. Puedo tragar al Primer Ministro, y no tengo nada contra el Ministro del Interior, que me pareció un hombre cortés y educado, pero no aguanto a Su Señoría. Y tampoco el señor Holmes lo aguanta. ¿Sabe una cosa? Ese hombre no cree en el señor Holmes, y estaba en contra de que él interviniera. Le encantaría que fracasara.
—¿Y el señor Holmes lo sabe?
—El señor Holmes siempre sabe todo lo que hay que saber.
—Bien, esperemos que no fracase y que lord Cantlemere se fastidie. Pero dime, Billy, ¿qué significa esa cortina que tapa la ventana?
—El señor Holmes la hizo poner hace tres días. Verá qué cosa más graciosa hay detrás.
Billy dio unos cuantos pasos y descorrió la cortina que cubría el mirador.
El doctor Watson no pudo reprimir una exclamación de asombro. Allí había una figura de cera de su viejo amigo, con bata y todo, con la cara girada tres cuartos hacia la ventana y hacia abajo, como si estuviera leyendo un libro invisible, y el cuerpo hundido en una butaca. Billy desprendió entonces la cabeza y la sostuvo en alto.
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El archivo de Sherlock Holmes
Mystery / Thriller"El archivo de Sherlock Holmes" es un conjunto de cuentos breves escritos por Arthur Conan Doyle, cuyo protagonista es Sherlock Holmes. La mayoría de los cuentos están relatados por el doctor Watson, el fiel compañero de Holmes.