La melena de león

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No deja de ser curioso que un problema que, sin duda alguna, resultó tan extraño y complicado como el que más de los que tuve que afrontar en mi larga carrera profesional tuviera que llegarme después de mi retiro; y que me lo trajeran, como quien dice, a la puerta misma de mi casa. Ocurrió después de haberme retirado a mi casita de Sussex, para dedicarme por completo a la sosegante vida en contacto con la naturaleza, por la que tanto había suspirado durante los largos años pasados entre las sombras de Londres. En este periodo de mi vida, el bueno de Watson ya casi no se dejaba ver. Como máximo, venía a visitarme algún que otro fin de semana. Así pues, tendré que ser yo mismo mi propio cronista. ¡Ah, si él hubiera estado conmigo, el partido que habría sacado de aquel suceso tan extraordinario y de mi triunfo final contra todas las dificultades! Sin embargo, tal como están las cosas, tendré que contar la historia a mi simple manera, explicando con mis propias palabras cada paso que di por el difícil camino que se extendía ante mí cuando investigué el misterio de la melena de león.

Mi residencia está situada en la vertiente sur de los Downs y disfruta de una excelente vista del Canal. En este punto, la línea costera está formada exclusivamente por acantilados calizos, que solo pueden bajarse por un largo y tortuoso sendero, muy empinado y resbaladizo. Al final del sendero hay una extensión de unos cien pies de cantos y grava, que no se cubre ni con la marea alta. No obstante, hay en ella algunos entrantes y depresiones que sirven como espléndidas piscinas naturales, renovadas con cada marea. Esta magnífica playa se extiende varias millas en ambas direcciones, excepto en un único punto, donde la pequeña ensenada y la aldea de Fulworth interrumpen la línea.

Mi casa está aislada. Mi anciana ama de llaves, mis abejas y yo tenemos toda la propiedad para nosotros solos. Sin embargo, a media milla se halla el Gables, el centro docente de Harold Stackhurst: un edificio bastante grande, donde se aloja una veintena de jóvenes que se preparan para diversas profesiones, junto con su grupo de profesores. El propio Stackhurst fue en sus tiempos famoso remero de los «azules» y un magnífico estudiante en todos los aspectos. Entablamos una buena amistad desde el día en que llegué a la costa, y era la única persona que tenía conmigo la suficiente confianza como para presentarnos el uno en casa del otro cualquier tarde sin invitación previa.

Hacia finales de julio de 1907 hubo una fuerte galerna y el viento que soplaba canal arriba empujó las aguas contra la base de los acantilados, dejando en la playa una laguna al retirarse la marea. La mañana a la que me refiero, el viento se había calmado y todo el paisaje parecía fresco y recién lavado. Era imposible trabajar en un día tan espléndido, y antes aún de desayunar salí a dar un paseo para disfrutar de aquel aire exquisito. Tomé el sendero del acantilado, que conducía al empinado descenso a la playa. Mientras caminaba, oí un grito detrás de mí, y vi a Harold Stackhurst que me saludaba alegremente con la mano.

—¡Qué mañana, señor Holmes! Sabía que le vería por aquí.

—Veo que va a darse un baño.

—¡Otra vez con sus trucos! —rió, palmeando su abultado bolsillo—. Pues sí. McPherson salió antes, y voy a encontrarme con él allí.

Fitzroy McPherson era el profesor de Ciencias, un joven agradable y brillante cuya vida se había visto lastrada por unos trastornos cardiacos derivados de unas fiebres reumáticas. A pesar de todo, era un atleta nato, y sobresalía en todo deporte que no exigiera un esfuerzo demasiado grande. Iba a nadar tanto en verano como en invierno y, como a mí también me gusta nadar, le acompañaba a menudo.

En aquel preciso momento, le vimos. Su cabeza asomó sobre el borde del acantilado, al final del sendero. A continuación, apareció toda su figura en lo alto, tambaleándose como un borracho. Un instante después, levantó las manos y, dando un grito terrible, cayó de bruces. Stackhurst y yo corrimos hacia él —estaríamos a unos cincuenta metros— y le dimos la vuelta, dejándolo tumbado de espaldas. Era evidente que estaba agonizando. Aquellos ojos hundidos y vidriosos y aquellas mejillas terriblemente lívidas no podían significar otra cosa. Por un instante, brilló en su rostro una chispa de vida y logró murmurar unas cuantas palabras que tenían un tono de ansiosa advertencia. Sonaron confusas e ininteligibles, pero las últimas, pronunciadas en espasmos chirriantes, me sonaron como «la melena de león». Ya sé que era una frase totalmente irrelevante e incomprensible, pero me fue imposible encontrar otro significado a aquellos sonidos. Luego se incorporó a medias, extendió los brazos en el aire y cayó hacia delante, sobre un costado. Había muerto.

El archivo de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora