El fabricante de colores retirado

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Aquella mañana, Sherlock Holmes se encontraba melancólico y filosófico. Su carácter despierto y práctico sufría de vez en cuando este tipo de reacciones.

—¿Ha visto a ese hombre? —preguntó.

—¿Se refiere al anciano que acaba de salir?

—Al mismo.

—Sí, me lo he cruzado en la puerta.

—¿Qué impresión le ha dado?

—Un ser patético, insignificante, derrotado.

—Exacto, Watson. Patético e insignificante. Pero ¿acaso no son todas las vidas patéticas e insignificantes? ¿Acaso su historia no es sino un microcosmos de la historia general? Extendemos las manos, intentamos agarrar algo. ¿Y qué nos queda al final en las manos? Una sombra. O, peor aún que una sombra: la desesperación.

—¿Es uno de sus clientes?

—Bueno, supongo que podríamos llamarlo así. Me lo han enviado de Scotland Yard. Es como cuando los médicos envían sus casos incurables a un curandero. Alegan que ellos no pueden hacer nada más y que, ocurra lo que ocurra, el paciente no podrá ponerse peor de lo que ya está.

—¿Y qué es lo que le ocurre?

Holmes tomó de la mesa una tarjeta bastante sucia.

—Josiah Amberley. Dice haber sido el socio más joven de Brickfall & Amberley, fabricantes de materiales artísticos. Habrá visto usted esa marca en las cajas de pinturas. Reunió unos pocos ahorros, se retiró del negocio a los sesenta y un años, compró una casa en Lewisham y se estableció allí para descansar de una vida de incesante ajetreo. Se podría pensar que su futuro estaba razonablemente asegurado.

—Pues sí, en efecto.

Holmes echó un vistazo a unas notas que había garabateado al dorso de un sobre.

—Se retiró en 1896, Watson. A principios de 1897 se casó con una mujer veinte años más joven que él... y bastante guapa, si la fotografía no miente. Una buena renta, una esposa, una vida de ocio..., parecía que ante él se extendía un camino de rosas. Y sin embargo, a los dos años lo tenemos como ha visto usted: convertido en la criatura más hundida y desgraciada que se arrastra sobre la faz de la tierra.

—Pero ¿qué le ha ocurrido?

—La historia de siempre, Watson. Un amigo desleal y una mujer veleidosa. Parece ser que Amberley no tiene más que una afición en la vida, y es el ajedrez. En Lewisham, no muy lejos de su casa, vive un médico joven que también juega al ajedrez. Tengo aquí apuntado su nombre: doctor Ray Ernest. Ernest acudía con frecuencia a su casa, y la consecuencia natural fue que surgiera cierta intimidad entre él y la señora Amberley, porque tendrá usted que reconocer que nuestro desdichado cliente no es muy agraciado por fuera, por grandes que puedan ser sus virtudes internas. La pareja se fugó la semana pasada, con destino desconocido. Y lo que es más: la esposa infiel se llevó, a modo de equipaje personal, la caja de caudales del viejo, con buena parte de sus ahorros en el interior. ¿Podemos encontrar a la esposa? ¿Podemos recuperar el dinero? El problema, por ahora, no puede ser más vulgar, pero para Josiah Amberley tiene una importancia vital.

—¿Y qué va usted a hacer al respecto?

—Querido Watson, resulta que la pregunta correcta es ¿qué va a hacer usted?... si es que tiene la bondad de suplirme. Ya sabe que estoy muy ocupado con este caso de los dos patriarcas coptos, que espero resolver hoy. La verdad es que no tengo tiempo para ir a Lewisham, y, sin embargo, es importante buscar pistas en el lugar de los hechos. El viejo insistió mucho en que fuera yo, pero yo le expliqué que me resultaba imposible y está dispuesto a aceptar a un representante mío.

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