Los tres gabletes

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No creo que ninguna de mis aventuras con Sherlock Holmes haya comenzado de manera tan brusca y tan dramática como la que yo denomino de Los Tres Frontones. Llevaba varios días sin ver a Holmes, y no tenía ni idea del nuevo rumbo que habían tomado sus actividades. Sin embargo, aquella mañana se le notaba muy parlanchín. Yo acababa de acomodarme en el viejo butacón situado junto a la chimenea y él se había enroscado en la butaca de enfrente con la pipa en la boca, cuando entró nuestro visitante. Si dijera que entró un toro furioso, daría una impresión más clara de lo que ocurrió.

La puerta se abrió de golpe y un negro enorme irrumpió en la habitación. De no ser tan aterrador, habría parecido una figura cómica, ya que vestía un traje a cuadros grises muy chillón y una ondeante chalina de color salmón. Echó hacia delante su rostro plano y su nariz achatada, mientras sus ojos oscuros y feroces, con un leve rescoldo de malicia, nos miraban alternativamente a Holmes y a mí.

—¿Quién de ustedes dos es el señor Holmes? —preguntó. Holmes levantó la pipa con una sonrisa lánguida.

—¡Ah! ¿Con que es usté, eh? —dijo nuestro visitante, dando la vuelta en torno a la mesa con un andar furtivo y desagradable—. Pues mire, señor Holmes, deje de meter las narices en asuntos ajenos. Deje que cada uno se ocupe de sus cosas. ¿Se entera, señor Holmes?

—Siga hablando —dijo Holmes—. Me gusta.

—¿Conque le gusta, eh? —gruñó el salvaje—. Pues no le gustará tanto que le arregle un poco la cara. Ya les he ajustado las cuentas a algunos como usté, y no daba ningún gusto verlos después de que yo acabara con ellos. ¡Mire esto, señor Holmes!

Agitó bajo la nariz de mi amigo un puño descomunal y lleno de nudos. Holmes lo examinó de cerca, aparentando gran interés.

—¿Nació usted así? —preguntó—. ¿O se fue poniendo así poco a poco?

Tal vez fuera la helada calma de mi amigo, o tal vez el ligerísimo ruido que yo hice al empuñar el atizador de la chimenea, pero lo cierto es que los modales de nuestro visitante se volvieron algo menos agresivos.

—Bueno, ya le he avisao —dijo—. Tengo un amigo interesao en eso de Harrow, ya sabe a qué me refiero, y no está dispuesto a permitir que usté se meta por medio. ¿Se entera? Usté no es la ley, y yo tampoco lo soy, y como se le ocurra asomar por allí, yo no andaré muy lejos. No lo olvide.

—Llevaba ya algún tiempo deseando conocerle —dijo Holmes—. No le invito a que se siente porque no me gusta cómo huele, pero ¿no es usted Steve Dixie, el luchador?

—Así me llamo, señor Holmes, y tendrá ocasión de acordarse de mi nombre como me hinche los morros.

—Desde luego, es lo que menos necesita —dijo Holmes, con la mirada fija en la fea boca de nuestro visitante—. Pero aquello del asesinato del joven Perkins a la puerta del Bar Holborn... ¿Cómo? ¿Se marcha usted?

El negro había dado un salto atrás y su cara se había puesto gris.

—No quiero oír hablar de eso —dijo—. ¿Qué tengo yo que ver con ese Perkins, señor Holmes? Yo me estaba entrenando en el Bull Ring de Birmingham cuando aquel chico se metió en líos.

—Sí, sí, ya se lo contará al juez, Steve —dijo Holmes—. Los he estado vigilando a usted y a Barney Stockdale.

—¡Válgame Dios bendito! ¡Señor Holmes...!

—Basta ya. Largo de aquí. Ya le agarraré cuando me venga bien.

—Buenos días, señor Holmes. Espero que no me guardará rencor por esta visita.

—Sí que se lo guardaré si no me dice quién le ha enviado.

—Bueno, eso no es ningún secreto, señor Holmes. Ha sido ese mismo caballero que usté ha mencionado.

El archivo de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora