El vampiro de Sussex

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Holmes había leído con mucha atención una carta que acababa de llegarle a través del correo. A continuación, con el seco graznido que constituía en él lo más parecido a la risa, me la pasó.

—Creo que no se puede pedir más en cuestión de mezclar lo moderno con lo medieval, y lo práctico con la fantasía más delirante —dijo—. ¿Qué le parece a usted, Watson? Yo leí lo siguiente:

46 Old Jewry

19 de noviembre

Asunto: Vampiros.

Muy señor mío:

Nuestro cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson & Muirhead, tratantes de té, de Mincing Lane, nos hace con esta fecha una consulta acerca de vampiros. Dado que nuestra firma se especializa exclusivamente en la tasación de maquinaria, el tema se sale claramente de nuestras atribuciones, por lo que hemos recomendado al señor Ferguson que acuda a visitarle y le exponga a usted el asunto. No hemos olvidado su brillante intervención en el caso Matilda Briggs.

Suyos afectísimos,

Morrison, Morrison & Dodd por E. J. C.

—Sepa, Watson, que Matilda Briggs no era el nombre de una mujer —dijo Holmes en tono nostálgico—. Era un barco, y el caso tenía que ver con la rata gigante de Sumatra. Pero es una historia para la que el mundo aún no está preparado. Ahora bien, ¿qué sabemos nosotros de vampiros? ¿Acaso entra eso en nuestras atribuciones? Cualquier cosa es preferible al estancamiento, pero esto es como si nos metiéramos en un cuento de hadas de los Grimm. Estire el brazo, Watson, y veamos qué tenemos en la «V».

Me eché hacia atrás y cogí el volumen de referencias que me pedía. Holmes lo apoyó en sus rodillas y sus ojos recorrieron lenta y amorosamente el archivo de antiguos casos, mezclados con la información acumulada durante toda una vida.

—«Viaje del Gloria Scott» —leyó—. Mal asunto aquel. Creo recordar que escribió usted un relato al respecto, aunque yo no le felicitaría por el resultado. «Víctor Lynch, el falsificador». «Veneno de lagarto: el monstruo de Gila». ¡Aquel sí que fue un caso curioso! «Victoria, la bella del circo». «Venderbilt y el ladrón de cajas fuertes». «Víboras». «Vigor, la maravilla de Hammersmith». ¡Vaya, vaya! ¡Este sí que es un buen índice! No lo encontrará mejor. Escuche esto, Watson: «Vampirismo en Hungría». Y más adelante, «Vampiros en Transilvania».

Pasó las páginas con ansiedad, pero tras una breve e intensa lectura dejó caer el grueso volumen con un gruñido de desilusión.

—¡Basura, Watson, basura! ¿Qué tenemos nosotros que ver con muertos vivientes, a los que solo se puede mantener quietos en su tumba atravesándoles el corazón con una estaca? Es una pura chifladura.

—Pero el vampiro no es necesariamente un muerto —dije yo—. Una persona viva puede tener el hábito. Por ejemplo, yo he leído acerca de viejos que chupan la sangre de los jóvenes para recuperar la juventud.

—Tiene usted razón, Watson. En una de estas referencias se menciona esa leyenda. Pero ¿es que vamos a tomar en serio ese tipo de cosas? Esta agencia tiene los pies bien plantados en el suelo, y así debe continuar. Con el mundo real tenemos bastante. No necesitamos fantasmas para nada. Me temo que no podremos tomarnos muy en serio al señor Robert Ferguson. A lo mejor esta carta es suya, y puede que aclare algo más la cuestión que le preocupa.

Tomó una segunda carta que había permanecido inadvertida sobre la mesa mientras él estaba absorto en la primera y comenzó a leerla con una sonrisa divertida, que poco a poco se fue desvaneciendo para dejar lugar a una expresión de gran interés e intensa concentración. Cuando hubo terminado la lectura, se quedó sentado durante un buen rato, sumido en reflexiones, con la carta colgando de los dedos. Por fin, despertó de su ensoñación con un estremecimiento.

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