El problema del puente de Thor

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En algún lugar de las bóvedas del banco de Cox & Co, en Charing Cross, se guarda una caja de hojalata estropeada y abollada por los viajes, con mi nombre escrito en la tapa: Doctor John H. Watson, antiguo médico del Ejército de la India. Está repleta de papeles, casi todos los cuales se refieren a casos que ilustran los curiosos problemas que Sherlock Holmes tuvo que investigar en diversas ocasiones. Algunos de ellos, y no precisamente los menos interesantes, terminaron en un completo fracaso, y por tanto no se prestan a ser narrados, ya que no existe una explicación final. Es posible que un problema sin solución interese al estudioso, pero resulta inevitable que aburra a un lector casual. Entre estos relatos sin final se encuentra el del señor James Phillimore, que volvió a entrar en su propia casa para coger su paraguas y desapareció para siempre de la faz de la Tierra. No menos extraño es El caso del velero «Alice», que una mañana de primavera se adentró en un pequeño banco de niebla del que jamás salió, sin que se volviera a saber nada más del barco y su tripulación. Un tercer caso digno de mención es el de Isadora Persono, el famoso periodista y duelista, que fue encontrado rígido y enloquecido, con la mirada fija en una caja de cerillas que contenía un extraño gusano, al parecer desconocido para la ciencia. Además de estos casos no resueltos, hay algunos que se refieren a secretos de familias particulares y que provocarían gran consternación en muchos círculos de la alta sociedad si se decidiera llevarlos a la imprenta. Ni que decir tiene que semejante abuso de confianza es impensable, y estos archivos serán separados y destruidos ahora que mi amigo dispone de tiempo para dedicar a ello sus energías. Queda aún un considerable número de casos de mayor o menor interés que podrían haberse publicado antes de no haber temido yo saturar al público, lo cual habría afectado a la reputación del hombre al que admiro más que a ningún otro. En algunos intervine personalmente y puedo hablar como testigo presencial, mientras que en otros no me hallaba presente o desempeñé un papel tan pequeño que solo podría narrarlos en tercera persona. El relato que viene a continuación está sacado de mi propia experiencia.

Era una borrascosa mañana de octubre, y mientras me vestía observé cómo el viento arrancaba las últimas hojas que le quedaban al solitario plátano que adorna el patio trasero de nuestra casa. Bajé a desayunar esperando encontrar a mi compañero deprimido, porque, como todos los grandes artistas, se dejaba influir fácilmente por el ambiente. Pero, por el contrario, descubrí que ya casi había terminado su desayuno y que se encontraba de un humor excelente, con aquella alegría algo siniestra que caracterizaba sus momentos más inspirados.

—Tiene un caso, ¿eh, Holmes? —comenté.

—No cabe duda: la capacidad de deducción es contagiosa —respondió él—. Le ha permitido sondear mis secretos. Sí, tengo un caso. Al cabo de un mes de trivialidades y estancamiento, los engranajes vuelven a girar.

—¿Puedo participar?

—Poco podrá hacer, pero podemos discutirlo en cuanto haya terminado los dos huevos duros con que nos ha agraciado nuestra nueva cocinera. Es posible que su dureza guarde relación con el ejemplar del Family Herald que vi ayer sobre la mesa del vestíbulo. Hasta una tarea tan trivial como pasar un huevo por agua exige una atención que sea consciente del paso del tiempo, lo cual es incompatible con los relatos románticos de esa excelente publicación.

Un cuarto de hora después, la mesa estaba recogida y nosotros frente a frente. Holmes había sacado una carta del bolsillo.

—¿Ha oído hablar de Neil Gibson, el Rey del Oro? —preguntó.

—¿El senador norteamericano?

—Bueno, sí, fue senador por algún estado del Oeste, pero es más conocido por ser el mayor magnate del mundo en el campo de las minas de oro.

—Sí, algo sé de él. Ha vivido algún tiempo en Inglaterra. Su nombre es muy conocido.

—En efecto. Hace unos cinco años compró una gran propiedad en Hampshire. Puede que también haya oído usted hablar de la trágica muerte de su esposa.

El archivo de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora