El hombre que reptaba

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Sherlock Holmes opinó siempre que yo debía publicar los extraños hechos referentes al profesor Pressbury, aunque solo fuera para disipar de una vez por todas los desagradables rumores que hace unos veinte años agitaron la universidad y encontraron eco en los círculos culturales de Londres. Existían, sin embargo, ciertos impedimentos, y la verdadera historia de este curioso caso permaneció sepultada en la caja de hojalata que contiene tantos archivos de las aventuras de mi amigo. Ahora, por fin, se nos ha autorizado a airear los hechos que constituyeron uno de los últimos casos investigados por Holmes antes de retirarse de la actividad profesional. Aun ahora, es preciso actuar con cierta reserva y discreción al exponer el asunto al público.

Un domingo por la tarde, a principios de septiembre de 1903, recibí uno de los lacónicos mensajes de Holmes:

Venga inmediatamente si le es posible. Si no le es posible, venga de todos modos.—S. H.

En aquella última etapa, las relaciones entre nosotros dos eran muy curiosas. Él era hombre de costumbres, costumbres muy concretas y arraigadas, y yo me había convertido en una de ellas. Como institución, yo era comparable al violín, el tabaco de picadura, la vieja pipa negra, los álbumes de recortes y otras tal vez menos disculpables. Cuando tenía un caso que exigía actividad y necesitaba un compañero en cuyo temple pudiera tener cierta confianza, mi función era obvia. Pero, aparte de todo esto, también le servía para otros fines. Yo era como la piedra de afilar en la que aguzaba su inteligencia. Le estimulaba. Le gustaba pensar en voz alta en mi presencia. No se puede decir que sus comentarios fueran dirigidos a mí —muchos de ellos igual podrían haber ido dirigidos al mueble de su cama—, pero, no obstante, una vez adquirido el hábito, le resultaba de cierta ayuda que yo tomase nota e interviniese de vez en cuando. Si yo le irritaba con la metódica lentitud de mi pensamiento, la irritación servía precisamente para que sus llameantes intuiciones e impresiones cobraran más brillo, fuerza y rapidez. Tal era mi humilde papel en nuestra alianza.

Cuando llegué a Baker Street, lo encontré acurrucado en su butaca, con las rodillas levantadas, la pipa en la boca y el ceño fruncido por la reflexión. Estaba claro que vivía la agonía de algún problema angustioso. Con un gesto de la mano me indicó mi vieja butaca, pero, aparte de eso, durante media hora no dio señales de ser consciente de mi presencia. Por fin, con un sobresalto, pareció salir de su ensueño y, con su habitual sonrisa maliciosa, me dio la bienvenida a mi antiguo hogar.

—Tendrá que perdonarme esta especie de ensimismamiento, querido Watson —dijo—. En las últimas veinticuatro horas se han presentado a mi consideración ciertos hechos muy curiosos, que a su vez han dado lugar a especulaciones de carácter más general. Estoy pensando seriamente en escribir una monografía acerca de la utilidad de los perros en el trabajo de un detective.

—Pero seguro que ese tema ya se ha estudiado, Holmes —dije yo—. Sabuesos y todo eso...

—No, no, Watson; ese aspecto del tema claro que es evidente. Pero existe otro aspecto mucho más sutil. Tal vez recuerde que en aquel caso que usted, con su habitual sensacionalismo, tituló El misterio de Copper Beeches, analizando la mentalidad del niño conseguí deducir las tendencias criminales de su muy zalamero y respetable padre.

—Sí, lo recuerdo muy bien.

—Pues mi actitud mental hacia los perros es análoga. El perro refleja la vida de la familia. ¿Cuándo se ha visto un perro juguetón en una familia lúgubre, o un perro triste en una familia feliz? La gente gruñona tiene perros gruñones, y los individuos peligrosos tienen perros peligrosos. Hasta sus cambios de humor reflejan los cambios de humor de sus amos.

Yo meneé la cabeza en señal de duda.

—Me temo, Holmes, que eso está un poco traído por los pelos.

El archivo de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora