La inquilina del velo

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Si se piensa que Sherlock Holmes se mantuvo en activo durante veintitrés años, y que durante diecisiete de ellos se me permitió colaborar con él y tomar nota de sus hazañas, se comprenderá que tengo a mi disposición un enorme volumen de material. El problema siempre ha estado, no en encontrar, sino en elegir. Tengo una larga fila de archivos que llenan toda una estantería, y carpetas llenas de documentos, que constituyen una verdadera cantera para quien quiera estudiar, no solo los crímenes, sino los escándalos sociales y oficiales del final de la era victoriana. Con respecto a estos últimos, puedo asegurar a los autores de esas cartas angustiadas, que ruegan que no se toque el honor de sus familias o la reputación de sus antepasados famosos, que no tienen nada que temer. La discreción y el elevado sentido del honor profesional que siempre han caracterizado a mi amigo siguen influyendo a la hora de seleccionar estas crónicas, y jamás incurriremos en un abuso de confianza. Sin embargo, debo mostrar mi más enérgica repulsa a los intentos que últimamente se han llevado a cabo para apoderarse de estos documentos y destruirlos. Conocemos el origen de estas afrentas y, si se repiten, estoy autorizado por el señor Holmes a decir que se hará pública toda la historia del político, el faro y el cormorán amaestrado. Hay, por lo menos, un lector que entenderá lo que digo.

No sería razonable suponer que todos estos casos dieron ocasión a Holmes de lucir sus extraordinarias dotes de instinto y observación, que es lo que pretendo hacer destacar en estas crónicas.

A veces tuvo que esforzarse mucho para recoger el fruto, mientras que otras veces caía con facilidad en su regazo. Pero, con frecuencia, las tragedias humanas más terribles se daban precisamente en los casos que ofrecían menos oportunidades de lucimiento personal, y es uno de ellos el que me propongo narrar ahora. He alterado ligeramente los nombres y lugares, pero, por lo demás, los hechos ocurrieron tal como aquí se relata.

Una mañana, a finales de 1896, recibí una nota urgente de Holmes solicitando mi presencia. Cuando llegué, lo encontré sentado en una atmósfera cargada de humo, en compañía de una anciana rolliza y de aspecto maternal, que parecía la típica patrona de pensión y estaba sentada frente a él, en su correspondiente butaca.

—Le presento a la señora Merrilow, de South Brixton —dijo mi amigo, haciendo un gesto con la mano—. A la señora Merrilow no le importa que fume, Watson, en caso de que quiera usted entregarse a ese asqueroso vicio suyo. La señora Merrilow tiene una historia muy interesante que contar, en cuyo futuro desarrollo podríamos necesitar de su presencia.

—Si puedo ayudar en algo...

—Comprenderá usted, señora Merrilow, que, si tengo que ir a ver a la señora Ronder, prefiera llevar un testigo. Tendrá usted que explicárselo a ella antes de que lleguemos.

—Dios le bendiga, señor Holmes —dijo nuestra visitante—. Está tan ansiosa de verle que podría venir acompañado de la parroquia entera.

—En tal caso, llegaremos a primera hora de la tarde. Antes de empezar, vamos a ver si tengo bien todos los datos. Así, mientras los repasamos, el doctor Watson podrá ponerse al corriente de la situación. Dice usted que la señora Ronder es inquilina suya desde hace siete años, y que en todo este tiempo solo le ha visto la cara una vez.

—¡Y ojalá no se la hubiera visto! —exclamó la señora Merrilow.

—Según he creído entender, estaba espantosamente mutilada.

—Es que ni siquiera podía decirse que fuera una cara, señor Holmes. Era horrorosa. El lechero la vio una vez, curioseando por la ventana, y del susto se le cayó el cántaro, derramando la leche por todo el jardín. Imagínese cómo será la cara. Cuando yo la vi, fue porque la pillé desprevenida. Se tapó a toda prisa y luego dijo: «Ahora, señora Merrilow, ya sabe al fin por qué nunca me levanto el velo».

El archivo de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora