Capítulo 2

177 17 9
                                    

 El gran maestre

McMurdo era un hombre que se hacía notar rápidamente. Fuera donde fuera, la gente no tardaba en fijarse en él. Al cabo de una semana, se había convertido, con gran diferencia, en la persona más importante de la pensión Shafter. Había otros diez o doce huéspedes, pero eran honrados capataces o vulgares dependientes de las tiendas, de una casta muy distinta de la del joven irlandés. Cuando se reunían todos por las tardes, era siempre él el más dispuesto a bromear, el de conversación más amena y el que mejor cantaba. Era un compañero de juergas nato, con un magnetismo que ponía de buen humor a todos los que le rodeaban.

Y sin embargo, una y otra vez daba muestras, como las había dado en el vagón del tren, de que podía sufrir repentinos y feroces ataques de cólera, que imponían respeto e incluso miedo a los que se cruzaban con él. Manifestaba, además, un profundo desprecio por la ley y por todos los relacionados con ella, que encantaba a algunos de sus compañeros de pensión y alarmaba a otros.

Desde el principio dejó claro, con su admiración sin disimulos, que la hija de la casa había conquistado su corazón desde el instante mismo en que sus ojos se fijaron en su belleza y elegancia. No era un pretendiente tímido. Al segundo día le dijo que la amaba, y a partir de entonces siguió repitiéndoselo sin preocuparle en absoluto lo que ella pudiera decir para desanimarle.

—¿Que hay otro? —exclamaba—. ¡Pues mala suerte para el otro! Que se las apañe como pueda. ¿Voy a perder la oportunidad de mi vida y lo que más desea mi corazón por algún otro? Puedes seguir diciendo que no, Ettie. Ya llegará el día en que digas que sí, y soy lo bastante joven para esperar.

La verdad es que, con su labia irlandesa y sus modales simpáticos y engatusadores, era un pretendiente peligroso. Poseía, además, ese halo de experiencia y misterio que atrae el interés de las mujeres y acaba despertando su amor. Podía hablar de los encantadores valles del condado de Monaghan, de donde procedía, de la bella y lejana isla, de sus colinas bajas y sus verdes praderas, que parecían aún más hermosas cuando la imaginación las contemplaba desde este país de mugre y nieve. Además, conocía bien la vida de las ciudades del Norte, de Detroit y de los campamentos madereros de Michigan, de Buffalo y, por último, de Chicago, donde había trabajado en un aserradero. Y por añadidura, estaba aquel toque novelesco, la sensación de que le habían ocurrido cosas extrañas en aquella gran ciudad, tan extrañas y tan íntimas que no se podía hablar de ellas. Hablaba melancólicamente de una marcha apresurada, de la ruptura de viejos lazos, de una huida hacia lo desconocido que había acabado en este tenebroso valle, y Ettie escuchaba con sus oscuros ojos brillando de compasión y simpatía, dos sentimientos que se pueden convertir con gran facilidad y rapidez en amor.

McMurdo había conseguido un trabajo temporal como contable, porque era un hombre instruido. El trabajo lo mantenía ocupado casi todo el día, y aún no había tenido ocasión de presentarse al director de la logia de la Antigua Orden de los Hombres Libres. Pero una noche, una visita de Mike Scanlan, el cofrade que había conocido en el tren, vino a recordarle esta omisión. Scanlan, un hombre menudo y nervioso, de rasgos afilados y ojos negros, parecía alegrarse de verlo de nuevo. Después de un par de vasos de whisky, abordó el objeto de su visita.

—Mire, McMurdo —dijo—. Me acordaba de su dirección y me he tomado la libertad de venir a visitarle. Me extraña que aún no se haya presentado al gran maestre. ¿Cómo es que aún no ha ido a ver al Jefe McGinty?

—Es que tenía que encontrar trabajo. He estado muy ocupado.

—Aunque no tenga tiempo para nada más, tiene que encontrar tiempo para él. Pero hombre, por Dios, fue una locura no pasarse por el sindicato para darse de alta a la mañana siguiente de llegar. Si llegara a caerle mal..., bueno, eso no debe ocurrir, y no digo más.

El valle del terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora