Capítulo 6

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 Peligro

El reinado del terror estaba en su apogeo. McMurdo, que ya había ascendido al cargo de diácono interno y tenía todas las posibilidades de suceder algún día a McGinty como gran maestre, se había hecho tan imprescindible en los conciliábulos de sus compañeros, que no se hacía nada sin su ayuda y consejo. Sin embargo, a medida que aumentaba su popularidad entre los Hombre Libres, más siniestras eran las miradas que se le dirigían cuando pasaba por las calles de Vermissa. A pesar de su terror, los ciudadanos se estaban armando de valor para unirse contra sus opresores. Habían llegado a la logia rumores de reuniones secretas en la redacción del Herald y de distribución de armas de fuego entre las gentes de orden. Pero a McGinty y sus hombres no les inquietaban aquellas noticias. Ellos eran muchos, audaces y bien armados. Sus adversarios eran pocos y débiles. Todo se quedaría, como en ocasiones anteriores, en palabrería intrascendente y, posiblemente, algunas detenciones importantes. Eso decían McGinty, McMurdo y todos los hombres con coraje.

Era la tarde de un sábado de mayo. Los sábados por la noche había siempre reunión de la logia, y McMurdo se disponía a salir de su casa para asistir a ella, cuando llegó de visita Morris, el hombre blando de la orden. Traía el ceño fruncido por la preocupación, y su rostro amable estaba abatido y macilento.

—¿Puedo hablar con usted francamente, hermano McMurdo?

—Pues claro.

—No olvido que en cierta ocasión le abrí mi corazón y que usted guardó el secreto, a pesar de que el Jefe en persona vino a preguntarle por ello.

—¿Qué otra cosa podía hacer cuando usted había confiado en mí? Eso no quiere decir que estuviera de acuerdo con lo que usted dijo.

—Lo sé muy bien. Pero usted es el único con el que puedo hablar y sentirme seguro. Tengo un secreto aquí —se llevó la mano al pecho— que me está consumiendo la vida. Ojalá se hubiera enterado cualquiera de ustedes, y no yo. Si lo digo, significará un asesinato, eso seguro. Si no lo digo, puede significar el fin de todos nosotros. Que Dios me ayude, porque estoy a punto de volverme loco.

McMurdo miró muy serio al hombre, que temblaba de pies a cabeza. Sirvió un poco de whisky en un vaso y se lo ofreció.

—Esta es la mejor medicina para gente como usted —dijo—. Y ahora, cuéntemelo.

Morris bebió, y su rostro adquirió un leve tinte de color.

—Puedo decírselo en una sola frase —dijo—. Hay un detective sobre nuestra pista.

McMurdo lo miró asombrado.

—¡Pero hombre, usted está loco! —dijo—. ¿Acaso no está esto lleno de policías y detectives? ¿Y qué daño han podido hacernos?

—No, no. No es un hombre del distrito. Como usted dice, a esos los conocemos y poco pueden hacer. Pero... ¿ha oído usted hablar de Pinkerton?

—Algo he leído sobre un tipo de ese nombre.

—Bien, pues puede creerme cuando le digo que si van a por ti, no tienes salvación. No es un cuerpo oficial, de los que o te pillan en el acto o pierden tu pista. Es una organización comercial absolutamente seria, que solo busca resultados y sigue en la brecha hasta que los obtiene, por las buenas o por las malas. Si hay un hombre de Pinkerton metido en este asunto, estamos todos perdidos.

—Tenemos que matarlo.

—¡Ah, eso es lo primero que se le ocurre! Lo mismo dirán en la logia. ¿No le dije que acabaría en un asesinato?

—Bueno, ¿y qué importa un asesinato? ¿No es algo bastante corriente por estos parajes?

—Lo es, efectivamente, pero no seré yo quien señale a un hombre para que lo asesinen. Ya no podría dormir con la conciencia tranquila. Y sin embargo, es posible que nos estemos jugando el cuello. Ay, Dios mío, ¿qué voy a hacer?

El valle del terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora