Capítulo 2

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Sherlock Holmes discurre

Aquel fue uno de esos momentos dramáticos para los que vivía mi amigo. Faltaría a la verdad si dijera que se mostró sorprendido, o al menos excitado, por aquella asombrosa noticia. Aunque no existía ni una pizca de crueldad en su singular temperamento, no cabe duda de que estaba endurecido por la prolongada sobreestimulación. Pero aunque sus emociones estuvieran embotadas, sus percepciones intelectuales estaban extraordinariamente activas. No hubo en él ninguna señal del horror que yo había sentido al oír la brusca declaración; su rostro mostraba más bien la tranquila e interesada compostura del químico que ve cómo en una solución sobresaturada se forman cristales que van cayendo al fondo.

—¡Curioso! —dijo—. ¡Curioso! —No parece usted sorprendido.

—Interesado sí, Mac, pero sorprendido no. ¿Por qué habría de sorprenderme? Recibo un comunicado anónimo de una fuente que me consta que es importante, advirtiéndome de que un peligro amenaza a cierta persona. Al cabo de una hora, me entero de que dicho peligro se ha materializado y que la persona en cuestión ha muerto. Me interesa, pero, como ve, no me sorprende.

En pocas y breves frases, explicó al inspector lo referente a la carta y el mensaje en clave. MacDonald estaba sentado con la barbilla apoyada en las manos y sus grandes cejas rubias formando una apretada maraña amarilla.

—Pensaba ir a Birlstone esta mañana —dijo—. Había venido a preguntarles si les gustaría venir conmigo..., a usted y a su amigo. Pero, por lo que me dice, tal vez trabajaríamos mejor aquí en Londres.

—Yo creo que no —dijo Holmes.

—¡Demonios, Holmes! —exclamó el inspector—. Dentro de uno o dos días, los periódicos no hablarán más que del misterio de Birlstone, pero ¿dónde está el misterio si hay un hombre en Londres que profetizó el crimen antes de que se cometiera? Lo único que tenemos que hacer es echarle el guante a ese hombre y el resto saldrá solo.

—No lo dudo, Mac, pero ¿cómo se propone echarle el guante al tal Porlock?

MacDonald examinó la carta que Holmes le había entregado.

—Franqueada en Camberwell...; eso no nos ayuda mucho. Y dice usted que el nombre es falso. No es gran cosa para empezar, la verdad. ¿No me ha dicho que le había enviado dinero?

—Dos veces.

—¿Y cómo?

—En cartas a la oficina de Correos de Camberwell.

—¿Y no se tomó la molestia de ver quién las recogía?

—No.

El inspector parecía sorprendido y un poco disgustado.

—¿Por qué no?

—Porque yo siempre cumplo mi palabra. Cuando me escribió por primera vez, le prometí que no intentaría seguirle la pista.

—¿Cree que hay alguien detrás de él?

—Me consta que lo hay.

—¿Ese profesor Moriarty del que le he oído hablar?

—Exacto.

El inspector MacDonald sonrió y sus párpados temblaron al mirar hacia mí.

—No le ocultaré, señor Holmes, que en el C. I. D. pensamos que está usted un poquitín obsesionado con ese profesor. He hecho algunas investigaciones al respecto. Parece ser un hombre muy respetable, culto y de gran talento.

—Me alegro de que al menos le reconozca el talento.

—Hombre, es que es imposible no reconocerlo. Después de oír lo que usted opinaba, me propuse verlo. Tuve una conversación con él acerca de los eclipses..., aunque no me explico cómo nos pusimos a hablar de ello. Pero tenía un foco reflector y un globo terráqueo y me lo dejó todo claro en un minuto. Me prestó un libro, pero no me importa decir que está un poco por encima de mis conocimientos, a pesar de que recibí una buena educación en Aberdeen. El hombre habría podido ser un gran predicador con esa cara delgada, ese pelo gris y esa manera tan solemne de hablar. Cuando me puso la mano en el hombro al despedirnos, era como un padre bendiciendo al hijo que se dispone a salir al mundo frío y cruel.

El valle del terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora