Capítulo 4

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 El valle del terror

Cuando McMurdo despertó a la mañana siguiente, tenía buenos motivos para recordar su iniciación en la logia. Le dolía la cabeza por efecto de la bebida, y el brazo en el que le habían marcado estaba inflamado e hinchado. Como disponía de su propia y peculiar fuente de ingresos, su asistencia al trabajo era algo irregular, de modo que desayunó tarde y se quedó en casa toda la mañana, escribiéndole una larga carta a un amigo. Después se puso a leer el Daily Herald. En una columna especial, insertada en el último momento, se leía: «Atentado en la redacción del Herald. El director, gravemente herido». Era una breve crónica de unos hechos de los que él estaba mejor informado que el redactor, y terminaba con este párrafo:

El caso está ahora en manos de la policía, pero caben pocas esperanzas de que sus diligencias rindan mejores resultados que en el pasado. Algunos de los agresores han sido identificados, y es de desear que sean condenados. No hace falta decir que la autoría del atentado corresponde a esa infame sociedad que ha tenido esclavizada a esta comunidad desde hace ya tanto tiempo, y contra la que el Herald ha adoptado una postura tan inflexible. Los numerosos amigos del señor Stanger se alegrarán de saber que, aunque ha sido golpeado de manera tan cruel y brutal, habiendo sufrido graves heridas en la cabeza, su vida no corre peligro inmediato.

A continuación se decía que se había solicitado una guardia de la Policía del Carbón y el Hierro, armada con fusiles Winchester, para defender la redacción.

McMurdo había dejado el periódico y estaba encendiendo su pipa con una mano que aún temblaba por los excesos de la noche anterior, cuando llamaron a la puerta y su patrona le entregó una carta que acababa de traerle un muchacho. Estaba sin firmar, y decía lo siguiente:

Me gustaría hablar con usted, pero sería mejor no hacerlo en su casa. Me encontrará en Miller Hill, junto al mástil de la bandera. Si viene ahora mismo, tengo algo que decirle, que es importante para usted y para mí.

McMurdo leyó dos veces la nota con la máxima sorpresa, pues no podía imaginar qué significaba ni quién era el autor. Si la letra hubiera sido de mujer, habría supuesto que se trataba del comienzo de una de aquellas aventuras que tan corrientes habían sido en su vida anterior. Pero la letra era de hombre, y de un hombre con estudios. Por fin, después de algunas dudas, decidió llegar hasta el final del asunto.

Miller Hill es un parque público mal cuidado, situado en el centro mismo de la población. En verano es uno de los lugares favoritos de los ciudadanos, pero en invierno está bastante desolado. Desde lo alto, no solo se domina toda la mugrienta y caótica ciudad, sino también el ondulado valle de abajo, con sus minas y fábricas dispersas como negras manchas en la nieve de ambos lados, y las montañas boscosas y de cumbres nevadas que lo flanquean. McMurdo avanzó cuesta arriba por el serpenteante sendero bordeado por setos de hoja perenne, hasta llegar al restaurante, ahora desierto, que constituye el centro de las diversiones veraniegas. Junto a él había un mástil de bandera desnudo, y, al pie del mismo, un hombre con el sombrero calado y el cuello del abrigo alzado. Cuando volvió la cara, McMurdo vio que se trataba del hermano Morris, el que había incurrido en las iras del gran maestre la noche anterior. Al saludarse, los dos hombres intercambiaron las contraseñas de la logia.

—Quería hablar unas palabras con usted, señor McMurdo —dijo el hombre mayor, hablando con unos titubeos que demostraban que se trataba de un asunto delicado—. Ha sido muy amable al venir.

—¿Por qué no ha firmado la nota?

—Hay que ser prudente, señor mío. En estos tiempos, no se sabe qué consecuencias pueden tener las cosas. Uno no sabe de quién fiarse y de quién no.

El valle del terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora