Capítulo 6

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 Comienza a brillar la luz

Los tres detectives tenían aún que investigar numerosos detalles, de modo que regresé solo a nuestros modestos aposentos en la posada del pueblo; pero antes di un paseo por el curioso y antiguo jardín que flanqueaba la casa. Estaba completamente rodeado por hileras de antiquísimos tejos, podados según extraños diseños. En el interior había una hermosa extensión de césped con un viejo reloj de sol en el centro. El efecto general era tan apacible y tranquilizante, que mis nervios, algo desquiciados, lo agradecieron. En aquel ambiente tan plácido, uno podía olvidar —o recordar solo como una fantástica pesadilla— aquel tenebroso despacho con la figura ensangrentada y despatarrada en el suelo. Y sin embargo, mientras paseaba y procuraba sosegar mi espíritu con aquel suave bálsamo, ocurrió un extraño incidente que me hizo regresar a la tragedia, dejando en mi mente una siniestra impresión.

Ya he dicho que el jardín estaba rodeado por una hilera de tejos ornamentales. En el extremo más alejado de la casa, se espesaba hasta formar un seto continuo. Al otro lado de este seto, oculto a los ojos de cualquiera que se acercara desde la casa, había un banco de piedra. Al acercarme a aquel punto pude oír voces: un comentario pronunciado en tono ronco de hombre, respondido por un leve tintineo de risa femenina. Un instante después había rodeado el extremo del seto y mis ojos se posaron en la señora Douglas y el tal Barker antes de que ellos advirtieran mi presencia. El aspecto de la señora me dejó escandalizado. En el comedor había estado recatada y discreta, pero ahora había dejado a un lado toda simulación de dolor. Sus ojos brillaban con la alegría de vivir, y su rostro aún temblaba de risa por las palabras de su acompañante. Se sentaba inclinada hacia delante, con las manos entrelazadas y los antebrazos apoyados en las rodillas, con una sonrisa de complicidad en su rostro hermoso y atrevido. En un instante —pero un instante demasiado tarde—, los dos volvieron a adoptar sus máscaras de solemnidad al hacerse visible mi figura. Intercambiaron una o dos frases apresuradas, y entonces Barker se levantó y vino hacia mí.

—Perdone, señor —dijo—. ¿Hablo con el doctor Watson?

Asentí con una frialdad que, en mi opinión, demostraba bien a las claras la impresión que me habían producido.

—Hemos pensado que debía de ser usted, ya que su amistad con el señor Holmes es bien conocida. ¿Le importaría acercarse y hablar un momento con la señora Douglas?

Le seguí con expresión agria. En mi imaginación veía con toda claridad aquella figura destrozada, tendida en el suelo. Y aquí, tan solo unas pocas horas después de la tragedia, estaban su esposa y su mejor amigo riéndose juntos, detrás de un arbusto del jardín que había sido suyo. Saludé a la dama con frialdad. En el comedor, me había solidarizado con su pena. Ahora respondí a su mirada suplicante con otra inexpresiva.

—Me temo que me considera una mujer dura e insensible —dijo.

Me encogí de hombros.

—No es asunto mío —dije.

—Puede que algún día me haga usted justicia. Si usted supiera...

—No hay ninguna necesidad de que el doctor Watson sepa nada —se apresuró a decir Barker—. Como él mismo ha dicho, no es asunto suyo.

—Exacto —dije yo—. Así que, con su permiso, continuaré mi paseo.

—Un momento, doctor Watson —exclamó la mujer con voz suplicante—. Hay una pregunta que usted puede responder con más autoridad que ninguna otra persona en el mundo, y que para mí tiene gran importancia. Usted conoce mejor que nadie al señor Holmes y sus relaciones con la policía. Suponiendo que se le confiara un secreto en privado, ¿es absolutamente necesario que se lo comunique a la policía?

El valle del terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora