EPÍLOGO

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Los trámites del tribunal de policía habían concluido y el caso de John Douglas fue trasladado a un tribunal superior. En él, Douglas salió absuelto por haber actuado en defensa propia. Holmes escribió a la esposa:

Sáquelo de Inglaterra a toda costa. Hay aquí fuerzas que podrían ser más peligrosas que esas de las que ha escapado. Su esposo no se encuentra seguro en Inglaterra.

Transcurrieron dos meses, y el caso, hasta cierto punto, se había borrado de nuestras memorias. Pero una mañana, depositaron en nuestro buzón una enigmática nota. «¡Vaya por Dios, señor Holmes! ¡Vaya por Dios!», decía aquella curiosa epístola. No llevaba ni encabezamiento ni firma. Me eché a reír ante el extraño mensaje, pero Holmes se puso inusitadamente serio.

—¡Mal asunto, Watson! —comentó, y permaneció largo rato sentado con el ceño fruncido.

Aquella misma noche, a horas bastante avanzadas, nuestra casera, la señora Hudson, vino a avisarnos de que un caballero deseaba ver al señor Holmes por un asunto de la máxima importancia. Casi pisándole los talones a la mensajera, entró el señor Cecil Barker, nuestro amigo de la mansión del foso. Venía abatido y ojeroso.

—He recibido malas noticias, señor Holmes. Noticias terribles —dijo.

—Me lo temía —dijo Holmes.

—¿No ha recibido usted un cablegrama?

—He recibido una nota de alguien que lo recibió.

—Es el pobre Douglas. Dicen que su apellido es Edwards, pero para mí siempre será Jack Douglas, de Benito Canyon. Ya le dije que habían partido juntos para África del Sur en el Palmyra hace tres semanas.

—Exacto.

—El barco llegó anoche a Ciudad de El Cabo. Esta mañana he recibido este cablegrama de la señora Douglas:

Jack cayó por la borda durante una tempestad a la altura de Santa Elena. Nadie sabe cómo ocurrió el accidente.— Ivy Douglas.

—¡Ah! ¿De modo que fue así? —dijo Holmes, pensativo—. Bueno, no cabe duda de que lo han escenificado bien.

—¿O sea, que usted piensa que no fue un accidente?

—Ni muchísimo menos.

—¿Fue asesinado?

—¡Sin duda!

—Eso creo yo también. Esos infernales Batidores, esa maldita caterva de asesinos vengativos...

—No, no, señor mío —dijo Holmes—. Aquí hay una mano maestra. No es un caso de escopetas recortadas y burdos revólveres de seis tiros. A los viejos maestros de la pintura se los reconoce por sus pinceladas. Yo reconozco un Moriarty a primera vista. Este crimen se tramó en Londres, no en América.

—Pero ¿por qué motivo?

—Porque el que lo ha cometido es un hombre que no puede permitirse fallar..., un hombre cuya extraordinaria posición depende de que todo lo que haga tiene que salirle bien. Un gran cerebro y una gigantesca organización han dedicado sus esfuerzos a la aniquilación de un solo hombre. Es como aplastar una nuez con un martillo: un derroche absurdo de energía, pero, desde luego, la nuez queda aplastada por completo.

—¿Y cómo ha llegado ese hombre a mezclarse en esto?

—Yo solo puedo decir que el primer aviso que nos llegó de este asunto procedía de uno de sus lugartenientes. Esos americanos estaban bien asesorados. Como tenían que realizar un trabajo en Inglaterra, recurrieron, como puede hacer cualquier criminal extranjero, a esta gran autoridad del crimen. Desde aquel momento, su hombre estaba condenado. Al principio, se limitó a utilizar su maquinaria para localizarles a su víctima. Luego les indicaría cómo manejar el asunto. Por último, cuando se enteró por los periódicos del fracaso del agente, entró en acción él mismo, con su toque de maestro. Ya me oyó usted cuando advertí a su amigo, en la mansión de Birlstone, que el peligro venidero era mayor que el pasado. ¿Tenía razón o no?

Barker se golpeó la cabeza con el puño, en un acto de rabia impotente.

—¿Me quiere decir que tenemos que quedarnos sentados y aguantarnos? ¿Que nadie va a ajustarle nunca las cuentas a ese demonio?

—No, yo no digo eso —dijo Holmes, y sus ojos parecían mirar a un futuro muy remoto—. No digo que no se le pueda vencer. Pero tienen que darme tiempo... ¡Tienen que darme tiempo!

Todos permanecimos unos minutos sentados en silencio, mientras aquellos ojos en trance seguían esforzándose por ver a través del velo. 

El valle del terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora