Capítulo III
Cuando visitaron la séptima tienda, Steve se dejó caer sobre la "silla de los novios" que algún misericordioso ser había recordado poner en el lugar y suspiró, mirando a la entusiasmada pelirroja que recorría el lugar como un colibrí, de un lado a otro, sonriendo con toda la inocencia de un niño. Todo la fascinaba. Era realmente encantador verla así, con los ojos brillantes, con la sonrisa amplia, con los dedos inquietos. Ella era una caja de sorpresas, realmente. Recordó sus años con Sharon. También ella lo arrastraba de una tienda a otra, pero, a diferencia de Natasha, nada le gustaba. Todo era poco para su gusto, nada era de la calidad que buscaba y entonces lo arrastraba a la zona con las tiendas más caras y lo hacía gastar la renta de un mes en un par de zapatos.
Se preguntó porqué nunca se cuestionó antes las acciones y las actitudes de Sharon. Quizás fue porque nunca tuvo con quién compararla. Ella fue su primera novia seria y creyó que así eran las mujeres educadas. Ella había vivido largo tiempo en Inglaterra con su tía, hablaba varios idiomas, había recorrido varios países; era, lo que se dice, una mujer de mundo. En cambio, él jamás había salido del país. Su familia era gente sencilla de esfuerzo y creyó que por eso nunca habían congeniado con ella. Ahora, se daba cuenta de que nunca congeniaron con ella porque Sharon siempre los menospreció. Pasar tiempo con otra mujer era suficiente para darse cuenta de la clase de ser humano que ella era.
Natasha recorría el bulevar con ojos encantados, y, aunque habían pasado por varias tiendas de ropa cara, a ella parecían no importarle. Llamaban más su atención los pequeños puestos de bisutería artesanal y de chucherías que se encontraban en medio del paseo peatonal. Probaba cuanto dulce se le cruzaba por delante, tocaba las suaves lanas teñidas a mano, se probaba los aretes de cristales y vidrio cortado. Era todo lo contrario a Sharon. Y a él le gustaba eso. Recordó con una sonrisa la escena de la mañana.
⸺ ¡Vamos, Stevie! Hay mucho que hacer hoy...⸺ exclamó ella, corriendo hacia la puerta, aún vestida sólo con la camisa de él que se había puesto en la mañana.
⸺ ¡Natasha, espera! ¿No deberías vestirte primero? ⸺ preguntó, alzando una ceja, divertido. "¿No se supone que las hadas madrinas usan vestidos grandes y primorosos y una varita mágica?" se dijo a sí mismo, mirándola a medio vestir. Ella pareció pensarlo por un minuto y luego asintió.
⸺ Claro, claro, ropa...⸺ murmuró, mirándose a sí misma. Chasqueó los dedos y de pronto esta ataviada con el vestido más esponjoso, rosa y cursi que hubiera visto jamás. Llevaba una tiara brillante en la cabeza llena de rizos y una brillante varita mágica en la mano.
⸺ ¡¿Qué es eso?! ⸺ exclamó, riendo sin poder evitarlo. Ella apenas se podía mover en ese tremendo armatoste y cogió la pesadísima falda, para poder girarse hacia él con una mirada de fingido rencor en el rostro.
⸺ Tú me imaginaste así⸺ lo acusó, apuntándolo con la varita llena de cintas y flores.
⸺ Dios, es que dijiste que eras un hada madrina y así las dibujan en los cuentos...⸺ respondió, intentando contener la risa sin mucho éxito.