¿ESTAS ROTA?

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Cuando Gabrielle conoció a Ana Bianchi, ella lo cautivo por completo, lo hechizo.

Él no solo se preguntaba que hacia una niña tan linda ahí, si no tenía cáncer, si no estaba condenada... — estaba seguro que no lo tenía, ella lucia perfecta y los niños con cáncer no lucen así—y desde entonces, desde el primer día que la vio sentada en aquella silla de unos de los pasillos espiar a Ana y fantasear en conocerla fue lo más emocionante que vivió Gabriele en casi tres años de asistir casi diario a esa horrible pero elegante clínica.

Ella tenía su misma edad— la enfermera que lo atendía se lo dijo— y también le dijo que llevaba una semana durmiendo en el pasillo de la clínica oncológica.

Su madre había entrado en metástasis y no podían hacer mucho por ella, y por compasión los médicos habían permitido que aquella pequeña niña durmiera, se bañara y comiera en la clínica, como si ese fuera su hogar y es que ella no había querido separarse de su madre, ni siquiera ante los ruegos entre lágrimas de su padre, quien a consideración de la enfermera no había insistido mucho.

— Pobre niña, nadie debería quedarse sentado a esperar que alguien a quien amas simplemente muera y no poder hacer nada al respecto

Su madre iba a morir, y ella no podía hacer nada.

Gabrielle sintió pena, y luego se preguntó si algún día, sus padres estarían sentados en el mismo lugar donde estaba ella y estaría haciendo lo mismo que ella, esperando a que su ser amado muera...

Pese a que los médicos le decían que su cáncer poco a poco desaparecía, Gabrielle a sus doce años ya reflexionaba sobre todo lo que le decían como un adulto y por eso siempre supo que su condición podía empeorar en cualquier momento, que el cáncer no se iba, jamás se iba realmente y por eso no había dejado que su cabello creciera de nuevo, porque pese a que las quimios ya no eran tan frecuentes, el aun esperaba por su enemigo, él quería que su enemigo supiera que él no había bajado la guardia, ni lo haría jamás.

...

A la tarde después de terminar su tratamiento, Gabrielle salió hacia la sala de espera, para ver a esa pobre niña que sería pronto huérfana, pero ella no estaba.

¿A dónde había ido? ¿La habían convencido por fin de ir a casa? O su madre ya había....

— ¿Me dejas pasar?— esa voz era tan dulce. Tan dulce exquisita que el sintió que saboreaba el chocolate que su madre le preparaba en las mañanas.

Y cuando la miro. A ella, a Ana supo que no era como el chocolate de su madre. Era mejor.

Tenía ojos color avellana, al igual que su cabello y su piel ere... ¿rosa? Sí, rosa ese era el color —pero no un rosa chillón como el las barbies de sus primas, sino un rosa suave como los vestidos de verano de su madre— era perfecta.

Al mirarla detenidamente distinguió que tenía en las manos un sándwich, había ido por su almuerzo, él se sintió aliviado, gracias a Dios ella no se había ido, gracias a Dios su madre...

—Me llamo Gabrielle ¿y tú?— las palabras fueron automáticas, como queriendo opacar aquellos pensamientos para no tentar a la muerte a cumplirlos, pero también lo fueron porque después de haber fantaseado por días con conocerla, él no iba a dejar pasar la oportunidad.

Ella giro suavemente hacia atrás para comprobar si no se lo había preguntado a alguien más y luego sonrió y vaya que sonrisa, Gabrielle conocía a muchas niñas en su escuela pero ninguna tenía una sonrisa tan hermosa.

Una sonrisa tan rota y tan completa a la vez...

—Ana, me llamo Ana y tengo doce — Esa era la manera en la que Eva Bianchi le había dicho a su hija que se presentara — Siempre sonríe, cuando lo hagas— decía — a la gente les gusta tu sonrisa — Ana siempre le preguntaba ¿Por qué? ¿Por qué les gustaba su sonrisa?

Hay que ser amable Ana, siempre hay que ser amable y nada más amable que una sonrisa, por eso a la gente le gusta—. Eso era lo que su madre siempre le decía...

Eva siempre se lo tenía que recordar, pero ahora ella estaba enferma y Ana lo recordaba con precisión por si sola.

Y si ella moría ¿Tendría que recordarse las cosas ella sola para siempre?...

Sola...

Sin su madre...

Gabrielle vio como la sonrisa de Ana desaparecía y las lágrimas brotaban, él ya había visto eso en sus padres y en Annelise cientos de veces, cuando al principio sus tratamientos no funcionaban, Ana estaba destrozada, rota, sufriendo y no lo pensó dos veces y la abrazo, y Ana no podía estar más agradecida.

—Déjalo ir — dijo Gabrielle, esa frase corta, pero significativa en el mundo del cáncer, una frase que nadie en el mundo tendría que entender, pero que Ana entendía, y que ahí entre los brazos de un niño desconocido no sería la última vez que la escucharía.

...

Los inicio siempre son importantes Ana, las cosas casi siempre terminan como inician... — Ana no recordó que su madre también le decía eso. 

ADORO-  El diario de AnaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora