Capítulo 2

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Los empinados escalones de piedra que llevaban al santuario Misagozaki resultaban ser un corredor eficaz para las corrientes de aire que vagaban por el lugar. El viento otoñal se llevaba las últimas hojas marrones que pendían de los árboles del santuario, y las arrastraba por las escaleras y por entre los pasajes laberínticos de las casas en la montaña.

La casa de la familia Nanase estaba a mitad del camino hacia el santuario, por ello que en otoño algunas hojas acostumbraban a acumularse junto a la puerta. A Haruka no le molestaba sino más bien estaba habituado a hacerlas a un lado –con la misma escoba de madera que hacía años había pertenecido a su abuela–, y las metía a bolsas plásticas para arrojarlas luego al tacho de la basura. Era una rutina más de esas que a las que Haruka acostumbrado, de hecho solía barrer las hojas cada tres o cuatro días más o menos. Y esta mañana ya estaban acumuladas, por lo que pronto tendría que quitarlas de su puerta.

—¡Son muchas! —exclamó Sakura con alegría tras salir de la casa. Pisó las hojas con ambos pies dando pequeños saltos, sintiendo el crujido de éstas al quebrarse bajo sus zapatos. A Sakura le encantaba hacer eso, de hecho a veces subía hasta el santuario sólo para juguetear con las hojas que allí se acumulaban.

—Cuidado, las vas a esparcir —dijo Haruka saliendo del interior de la vivienda. Caminó hacia el exterior y dio una mirada hacia el cielo. Las nubes que habían llegado durante la noche aún permanecían en lo alto, coloreando el cielo con distintos tonos grisáceos. Se podía prever que ése día haría más frío que el anterior—. Espérame aquí un momento, Saku.

Dejando al pelirrojo divirtiéndose con las hojas secas, Haruka volvió a ingresar a la casa. Subió al segundo piso, a la habitación de su hijo, y revisó el armario. En él ya no estaba la ropa ligera que Sakura usaba en períodos estivales, sino que había sido reemplazada por abrigos y camisetas gruesas especiales para el frío. Haruka inspeccionó un instante el mueble y en seguida divisó su objetivo. Era un gorro de un suave color amarillo, de material grueso y algo grande en medida, que Sakura utilizaba durante los días helados.

—¡El gorro que me obsequió Gou-chan! —exclamó el pequeño entusiasmado cuando vio a su padre salir de la casa con el gorro entre sus manos. Se acercó a Haruka e inclinó su cabeza hacia adelante esperando a que le fuera colocado el gorro. Una vez que tuvo su cabeza cubierta, Sakura tiró del borde y se hundió aún más en el gorro— ¿Cuándo vendrá ella a casa, papá?

—Para Navidad, supongo —respondió Haruka mientras cerraba la puerta de su casa. Luego se volteó hacia su hijo y cogió su pequeña mano.

—Aún falta mucho para Navidad —se quejó Sakura.

—No falta tanto, sólo un mes —aclaró con tranquilidad caminando hacia las escaleras.

Una vez allí, Haruka pudo sentir la fría corriente de aire que pasaba con rapidez sobre los escalones de piedra que llevaban al santuario Misagozaki. Junto al viento pasaron unas hojas secas revoloteando a su alrededor y se perdieron entre las casas; solo una se detuvo en la chaqueta de Sakura, quien soltó una infantil risita de diversión antes de cogerla y dejarla marchar con la brisa. El niño siguió con su azul mirada el trayecto curvilíneo de la hoja, y luego alzó su pequeño rostro hacia Haruka y le sonrió con ternura.

Haruka también sonrió, le era imposible no hacerlo frente a los encantadores gestos de su hijo, más aún cuando se veía tan adorable con aquel gorro amarillo que cubría casi toda su cabeza. Era gracioso el hecho de que no había rastro alguno del cabello pelirrojo de Sakura, pues quedaba completamente oculto bajo el gorro. Eso le hacía lucir algo divertido, pero al niño no le importaba, más bien le encantaba ese gorro amarillo como si se tratase de un tesoro para él.

Cuando Llueven EstrellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora