Prólogo

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Los Ángeles California.

Tres años atrás.

El diluvio no cesaba, mí cuerpo tiritaba por la intensidad del frío, intenté seguirle el paso a mí acompañante a pesar de que era imposible con mís botas altas y la cojera. Las calles se veían oscuras, tenebrosas muy impropio de los Ángeles, mí corazón palpitaba, el miedo estába acompañandome constantemente después de lo que pasó, esa noche me perseguiría hasta mí último suspiro y me privaría de lo que más anhelaba en la vida.

—Apresurate, vamos, no tenemos todo el día —me regaño, mí acompañante, el ya se había adentrado al edificio.

Joder, el escenario se veía como el de una película de terror, en donde el asesino llevaba a sus víctimas para torturarlas y luego matarlas.

«Joder, no, no seas paranoica Peyton»

Un sollozo se escapó de mís labios cuando ingresé al edificio, dolía tanto, el recuerdo de la última vez que estuvimos allí, el... el como habíamos llegado a este momento, y lo que más me perturbaba era lo que el fuera a decirme.

Porque no era nada bueno.

No íbamos a ese lugar para hablar cosas lindas.

La calida biblioteca donde tantas veces había ido acompañada de mí madre, donde nos pasábamos horas juntas leyendo historias, cantando, ayudando a niños e inculcandoles el arte de la lectura. Ese antiguo edificio nos recibió con mucha nostalgia, y la punzada en el hueco vacío que ella dejó con su partida, me obligó a sollozar más fuerte, no era intencional, pero ya no podía guardarme nada más.

Sé que sí ella estuviera aquí, no permitiría que esto pasara.

Mí acompañante se aclaró la garganta, odiaba verme llorar y lo sabía, pero no podía guardarme todo, no quería más, ya no me quedaban fuerzas, ya había perdido demasiado.

El subió a pasos rápidos hasta el tercer piso, —a nuestra cueva como me gustaba llamarle cuando éramos niños—. Una pequeña habitación repleta de mapas con una mesa redonda y seis sillas nos recibió; un escalofrío recorrió todo mí ser, la última vez que estuvimos allí el me contó lo que planeaban hacer conmigo.

Ese era nuestro único sitió seguro, donde tratabamos temas extremadamente delicados.

Y de donde cada vez que salía, era otra.

Una vez que tomó asiento y me indicó que hiciera lo mismo, rompió su máscara de hielo y me permitió ver lo que había estado ocultando: su tez sensible, el miedo, la impotencia, el dolor y la rabia.

Un mal presentimiento se me instaló, mís opciones se estaban acabando al igual que mí tiempo y esta reunión solo me demostraba que algo muy grave había pasado. Nos conocíamos tan bien que sin siquiera decir alguna palabra ya podíamos deducir lo que había pasado.

Las lágrimas se escaparon de mís ojos, nunca fuí buena fingiendo o tratando de verme indiferente, estába muriendo lentamente y el lo sabía, todos lo sabrían y a mí padre ni siquiera le iba a importar porque yo ya no le importaba. El me consideraba la vergüenza de la familia, y eso aumentaba mí tormento.

—Mí querida Peyton —pronunció el con mucho pesar, como sí decir mí nombre doliera. Su iris verde se conectó con los míos.

«Y sin importar a donde vayas, siempre que te mires en el espejo me recordaras porque cuando veas tus ojos, verde esmeralda, también verás los míos, porque son del mismo color»

Se llevó una mano dentro del traje gris que traía puesto, me mordí el labio intentando no decir nada, incluso me límite a observar en silencio con mís ojos repletos de lágrimas, cuando sacó dos sobres bastante gordos y los dejó sobre la mesa.

Fugitiva [Pausado Indefinidamente]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora