18 •

3.9K 264 124
                                    

–Calculá que el auto esté derecho... andá un poco más para la izquierda –le daba indicaciones parado a un costado de la vereda.

–No puedo, Peter. Estoy torcida –Lali estaba intentando meter el auto en el garaje luego de haber sufrido dos choques que costó bastante chapa y pintura.

–Tal vez si solo hubieras acomodado el auto antes de subir y no hacerlo como si estuvieras corriendo en Fórmula 1 –respondí con los brazos cruzados y dando mis pequeñas indicaciones. Ella me miró de reojo a través de la ventanilla baja– dale, volvé para atrás y empezá otra vez –entonces retrocedió– cuidado con los otros autos.

–¡Ya sé, estoy mirando! –eso fue porque nunca le gustó que le remarquen lo obvio. Y me reí, claro– la entrada del garaje es muy chica.

–Sí, claro.

–Te hablo en serio.

–Y yo me burlo en serio –retruqué.

–Haceme acordar que hoy te abra la canilla de agua fría mientras te estás bañando –dijo, y se concentró en acomodar el auto sobre la vereda para intentar encajarlo perfectamente en la entrada del garaje.

–Ahí va, ahí va –me agaché un poco para medir visualmente la distancia de la trompa del auto con la de la pared– gira un poquito para la derecha, con delicadeza. Ahí va... dale que la décima es la vencida, mi amor.

–¡Está entrando! –se emocionó y movió un poco los hombros como si bailara.

–No te disperses, avanzá despacito y tratá de no tirar abajo ningún estante –y le llevó tres o cuatro minutos más acomodar el auto adentro del garaje– muy bien, lo hiciste a la perfección –halagué cuando bajó del auto y caminó hasta mí alcanzándome las llaves que sostenía en el aire con dos dedos– ¿Viste que no era tan difícil? Lo que sí estaría bueno es que cada vez que llegues no estés cuarenta minutos intentando entrarlo.

–¿Ya está? ¿Terminaste con los chistes? –soltó las llaves y las atajé. Solo pude contener la risa– te falta comentar que no sé estacionar porque soy mujer.

–Jamás diría eso. Como mucho te hubiera dicho que te apures porque ya van a llegar los chicos y tenés que preparar la cena –y me gané un cachetazo en el brazo que me hizo reír.

Ese día fue mi cumpleaños número veintinueve y organizamos una reunión tranquila en casa en la que preparé un asado para todos. Gimena y Nicolás fueron los primeros en llegar, y posteriormente lo hizo mi hermana con su novio. También estaba invitado Matías que fue solo porque Yasmín había viajado al pueblo donde vivían sus padres, y Victorio cayó sorpresivamente con una mujer que la presentó como Luli y que era su pareja. Hasta ese momento ninguno sabía que Victorio estaba saliendo con alguien, e incluso, mientras terminaba de asar la carne, Matías me preguntó si estaba al tanto de semejante noticia porque siempre pensó que era gay. Claro que me hizo reír tanto que me tuvo que tapar la boca con una mano cuando el susodicho salió al patio a alcanzarnos los chorizos y los panes para tostar. Recuerdo mucho ese cumpleaños, no solo porque estábamos todos juntos consagrados como las personas que habíamos soñado ser el día que iniciamos la facultad, sino también por la armonía que seguía vibrando. Hicimos pogo cuando a Eugenia le tocó cantar una canción de Queen en el karaoke, descubrimos cómo Matías hacía trampa en el "Carrera de mente", que soy muy malo para adivinar las películas que participan en el "Dígalo con mímica" y que a Gimena nunca le gustó perder porque, al acabarse el tiempo y no adivinar, me revoleó con un servilletero. Calculo que también es el que más recuerdo porque fue uno de los últimos que festejé en esa casa.

Mi trabajo en la empresa de mi padre continuaba vigente y faltaban pocos meses para finalizar con el contrato, aunque él haya insistido en una renovación de la cual le dije que la pensaría. Mis ingresos eran estupendos y tenía la comodidad de trabajar en un lugar en el que sabía que nunca me echarían, pero me habían llegado dos propuestas nuevas para nuevos empleos que me emocionaban un montón porque era lo que verdaderamente quería hacer y para lo que estudié tantos años. Y más allá de estar trabajando bajo el ala de mi padre, el cual no era nada grato, tampoco me sentía convencido con el ambiente laboral. Durante ese tiempo había notado una clara diferencia entre el conjunto de socios que comandaban Germán y Pablo con aquellos que solo ejecutaban su papel de empleados y ponían la cara de la empresa ante algún inconveniente con los distribuidores, productores o consumidores. El equipo de negocios que conformaban era minúsculo, pero nunca alcancé a conocer a todos porque tampoco se acercaban a hablarme; incluso a veces elegían callarse la boca cuando pasaba cerca. Me hubiera encantado preguntarle a mi padre por qué siempre pautaban reuniones a las que no estaba invitado, el por qué decidían ocultarme información, por qué había un tal Fernando al que todos apodaban Fido que decía ser la mano derecha de mi padre –cuando creía serlo yo–, el por qué a veces los visitaba un cirujano reconocido en el ambiente, ni por qué Julio Ledesma decía ser administrador cuando en su currículo figuraba que era banquero. Ocurrió esa tarde de mediados de junio cuando estaba por entrar a la oficina principal de mi padre que noté, a través de la pared vidriada, que él estaba discutiendo con Germán. Gritaban porque se escuchaba desde afuera, y también movían mucho los brazos para expresar mejor el enojo. Vi pasar a Santiago y con una seña me dio a entender que los ignore, entonces di dos golpes a la puerta antes de entrar. Y claro que cuando me asomé, dejaron de hablar.

ASIGNATURA PENDIENTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora