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Gabriel me saluda amable cuando ésta mañana llego a su puesto de café. Me extiende el vaso y, antes de que saque la billetera, me dice que es un regalo de la casa por ser viernes. Insisto, pero se opone rotundamente y le agradezco el gesto. Me desea un buen día y le respondo con reciprocidad. Continúo caminando hasta la entrada del buffet y, a medida que voy subiendo las escaleras, con la mano libre saco el celular del bolso porque me llegan un par de mensajes que no alcanzo a leer porque estoy apurada y también porque no tengo ganas. Felicitas me saluda en la mesa de entrada y me acerco para hacerle una consulta sobre si ya se confirmó el nombre del nuevo dueño del edificio. Me cuenta que todavía está en debate, pero que esa misma tarde ya suponían tener una respuesta para dar aviso a todo el estudio. Un par de colegas me saludan al pasar y noto que los escoltan dos jovencitos que no deben llegar a los veinticinco años y que avanzan con libretas y lapiceras donde toman nota vaya a saber de qué. El flagelo del inicio de las pasantías y esos primeros trabajos mal pagos. Dos de los ascensores están ocupados así que toco el botón del tercero y espero a que descienda del sexto piso; y justo en ese preciso momento en que estoy llevándome el vaso de café a la boca para beber el primer sorbo, ocurre lo inesperado e inadmisible.

–¡¿Vos ya estás segura de sumar a ése a nuestro staff?! –la voz de Agustín me grita en el oído y no solo me sobresalto del susto, sino que también vuelco café en mi musculosa blanca.

–¡Por el amor de Cristo, Agustín! –y me estiro un poco la musculosa desde el cuello porque el café está caliente– ¡¿Qué hacés?!

–Perdón, no fue la intención –saca un pañuelo de tela del bolsillo de su pantalón y quiere pasármelo por encima del pecho, pero primero le doy un cachetazo en el brazo y después le arranco el pañuelo para hacerlo yo– bueno, yo no estaría tan nervioso si vos no metieras pausas para hablar o no me contaras lo que está pasando.

–¿Qué está pasando de qué?

–¿Vas a sumar a ése a nuestro equipo?

–¿Quién es ése? –las puertas del ascensor se abren y entro primera para mirarme al espejo e intentar limpiar lo imposible. La mancha de café inicia en el cuello de la musculosa y cae hasta el centro de la panza.

–Sabes de quién te estoy hablando –achina los ojos, como acusándome, y presiona el botón número siete– mi puesto laboral está en peligro y no voy a permitir que un cualquiera venga a suplantarme. Yo estoy primero, tengo más privilegios.

–¿En qué momento de éstos dos meses confirmé que Peter iba a trabajar con nosotros?

–Es obvio que va a hacerlo porque entre el amor y la sociedad conmigo te vas a quedar con el amor –lo miro a través del espejo y lo noto muy exaltado– volviste con él, ¿no?

–No te importa lo que hago en mi vida, Agustín.

–A mí sí porque de esto depende mi carrera. No voy a permitir que ningún fulano venga a robarme el puesto que me gané con mérito.

–Nadie va a robar nada.

–Dejame tener mis dudas. No confío en él, me da mala espina.

–¿Podés permitirte un minuto de tu vida en conocerlo antes de juzgarlo por lo que pasó?

–No minimices la situación –mueve muy rápido un dedo para negar y también entrecierra los ojos– ¿Vos viste esa familia? ¿Leíste las causas por las que se los acusan? ¿Qué hacías metida en ese círculo, Mariana? Se me cayó una ídola.

–Yo salía con el hijo, no con el padre –respondo, y bufo porque la mancha parece crecer cada vez más– y no voy a darte explicaciones de las decisiones que tomo porque no te incumbe y dejá de gritar, por favor –pero antes de que él pueda responder, las puertas del ascensor vuelven a abrirse en el séptimo y nos reencontramos con Candela sentada detrás de su escritorio y Peter a su lado muy atento a lo que ella le señala en la pantalla.

ASIGNATURA PENDIENTEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora