Capítulo Dos:

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Mis ojos, habituados a la penumbra de la noche, son capaces de discernir con claridad cada matiz de la densa vegetación que me envuelve. Me desplazo con cautela, sacando provecho de mi excelente visión nocturna. La oscuridad ha cubierto el paisaje por completo, pero los arbustos que sobresalen a mi alrededor se presentan de manera nítida ante mí. Estoy casi llegando a Alcázar, el lugar que considero mi refugio.

Esta pequeña edificación, una mezcla de hierro y hormigón, yace parcialmente oculta bajo la tierra, mimetizándose con el entorno. Antiguamente, este búnker sirvió como refugio, un hospital de campaña donde se vendaban las heridas de la guerra. Sus muros, testigos mudos de tiempos convulsos, me transmiten una sensación de seguridad y misterio que contrasta con el peligro que aún acecha.

La compuerta metálica cede con un chirrido que resuena en el silencio del búnker, me adentro en la oscuridad. La espesa vegetación oculta mi entrada, pero la sensación de vulnerabilidad me acompaña. Cerrada la compuerta, el silencio es ensordecedor.  Soy recibido por las paredes de hormigón desnudo, el olor a humedad y metal me invade.

Escudriño, cada rincón, cajas apiladas, estanterías polvorientas y tuberías oxidadas forman un laberinto de metal y sombra. El tiempo se agota, y cada segundo cuenta, el suero debe estar aquí, lo sé; con movimientos rápidos y decididos, rebuscó entre las cajas y los estantes, la desesperación se apodera de mí a cada instante.

El suero es mi única esperanza. Un catalizador indispensable para mi organismo. Sin él, estoy condenado. La urgencia me empuja al límite, cada segundo que pasa me acerca al abismo. Reviso cada rincón con frenesí, desesperado por encontrar esa maldita ampolla.

Cada dos semanas, la pesadilla se repite. La aguja, fría y metálica, se hunde en mi piel, un recordatorio constante de mi condición. Este líquido actúa como un catalizador y es mi única esperanza, sin él, mis células, lentamente, se corrompen, causando dolores agudos y una sensación de descomposición, la mutación es un reloj de arena que cuenta mis días, y este líquido es la única forma de detener la arena y la batalla por mantener mi humanidad.

—¡Maldición! —exclamó frustrado, reviso los estantes que están abarrotados de comida enlatada y municiones. Sin embargo, el kit que tanto necesito no aparece por ninguna parte.

Descarto los estantes. El escritorio, un caos de papeles amarillentos y documentos antiguos, es mi siguiente objetivo. Con movimientos bruscos, los desparramo por el suelo, levantando una nube de polvo. Necesito encontrar el kit ya. Mi mirada se clava en una silla de hierro cubierta de polvo, y allí está: el kit, como un tesoro escondido.

Mis manos tiemblan al abrir el kit, la pequeña caja de metal se resiste a abrirse, como si quisiera ocultar su contenido. Al fin, cede, revelando una bandeja de espuma y una única jeringa. Una gota de sudor resbala por mi frente, un solo uso. Un solo intento. Un nudo se forma en mi garganta. Es todo lo que queda; tendré que volver al laboratorio, arriesgarme de nuevo. La frustración me consume, pero la necesidad me obliga a seguir adelante.

Con cada paso, siento el peso de la fatiga en mis huesos. Con movimientos lentos y cuidadosos, me acerco a la cama de campaña y me dejo caer, con un suspiro. El algodón, gélido y húmedo, me produce estremecimiento, la simple tarea de limpiar la zona de la inyección se convierte en un suplicio.

La piel, irritada por días de uso excesivo, protesta ante el roce del algodón. Cierro los ojos y tomo una profunda respiración, el olor alcohol llena mis cosas nasales y ajusto la aguja de la jeringa. El frío metal contra mi piel me pone alerta. Con un movimiento firme, introduzco la aguja y presiono el émbolo.

Con un temblor que me recorre el cuerpo, extraigo la aguja de mi piel. La adrenalina me inunda, y mi mano tiembla de forma incontrolable. La jeringa resbala y se estrella contra el suelo, el sonido metálico resonando en mis oídos.

Exterminio: El Comienzo (En Edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora