—¿Una partida? 

Así era desde hace años. Mi padre se acercaba y decía "¿una partida?", en un tono quese asemejaba más a una orden que a una pregunta. Yo contestaba: "si, papá". Aunqueestuviera haciendo la tarea, jugando o mirando la tele, me levantaba, caminaba hasta suestudio y me disponía a aceptar otra sesión de ajedrez. 

"Mens sana in corpore sano". Este era el axioma de mi padre. Me obligaba a hacerdeportes, a jugar al ajedrez (al menos una vez a la semana) y me sometía a largassesiones de música clásica. Mi padre amaba esa música, en especial a Wagner, y queríatrasmitirme ese amor. 

No lo logró. Salvo Bach o Mozart, o las sonatas de Beethoven, esas horas que dedicabaa hacerme escuchar música se parecían más a una tortura que a un placer. 

—Jaque mate. Hacía mucho que no te ganaba tan rápido. Estás desconocido. 

—Es que...jugaste muy bien papá. 

—No me mientas, yo te enseñé a jugar, sé que no estás concentrado —y frunció el ceño. 

Esos son los momentos en la vida en los que parece que los segundos duran años, y enlos que me odiaba por no tener una imaginación frondosa.

 —Es que...estoy pensando en mi cumpleaños. 

—¿Tu cumpleaños? Pero si faltan como veinte días —y se rió—. ¿No tendrás algúnproblema en la escuela? 

Lo negué. No recuerdo cómo continuó la conversación, pero habíamos entrado en unterreno que me favorecía. Siempre fui un buen estudiante, la escuela era uno de lospocos lugares donde me sentía seguro de salir bien parado. Insisto, no recuerdo cómoterminó la conversación. Pero conociendo a mi padre estoy seguro de que fuecomprometiéndome a otra partida al día siguiente.

Los ojos del perro siberianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora