XXVIII

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         Cuando llegué a casa, me recibieron con un sermón de órdago. Que quién me creía yopara ir a la casa de desconocidos sin permiso, que en qué cabeza cabe, y otrasexpresiones de las que caben en cualquier repertorio paternal. 

Era la primera vez que me retaban y no me importaba mayormente, tal vez estabacreciendo, tal vez me estaba haciendo inmune a los retos, no sé. Lo único seguro es queestaba disfrutando a mi hermano y esta vez no pensaba dejar que me quitaran ese placer. 

Estaba dispuesto a mentir, a planificar mis actividades, para verlo contra viento y marea. 

Creo que esa fue la única, auténtica rebeldía que me permití en mi vida.

***

    Me sumergí en la lectura de El señor de los anillos, que a pesar de tener alrededor de500 páginas, leí en una semana. Era el primer libro largo que leía, después me prestó eltomo II y el III. Los leí con igual voracidad. 

Ezequiel era un gran lector, y me recomendaba libros con gran tino. 

—No importa si los entendés, o no; si te gustan déjate llevar por las palabras, que seancomo música en tus oídos —me decía. 

En todos los libros que me prestaba yo trataba de encontrar sus rastros, el por qué lehabían gustado. Tantas veces me desilusioné con gente que me prestaba o recomendabalibros que no me gustaban. Siempre, lo primero que busco en los libros son las huellasdel otro, del que me los alcanza. 

Los libros habían sido importantes en mi vida, y el poder compartirlos con él le daba unnuevo significado a nuestra relación.

***

    Un sábado a la tarde estaba en mi cuarto leyendo Un mago de Terramar, uno de lostantos libros que me prestaba Ezequiel. Lo recuerdo porque estaba anotando una frase,en ese época tomé la costumbre de anotar las frases de los libros que me gustan en unalibreta, una frase que decía: "Para oír, hay que callar". No sé por qué me gustó tanto.Aún hoy, que conservo la libreta, puedo leerla con mi letra temblorosa de entonces.

A pesar de que tenía la puerta cerrada mi padre entró en la habitación. 

—Últimamente estás muy lector, y hace mucho que no jugamos al ajedrez —no habíaningún reproche en su voz, era su forma de invitarme, yo lo sabía, él no podía de otramanera. 

Bajamos la escalera hasta su estudio. Cuando estaba sacando el tablero le pregunté: 

—¿Tenés la Suite No. 1 de chelo, de Bach? 

Me miró de arriba abajo sorprendido. 

—Yo sabía que iba a lograr que te guste la buena música —y remarcó la palabra buena.Me explicó orgulloso que tenía varias versiones, que podía elegir cuál quería escuchar yque si yo tenía ganas podía explicar, mientras las escuchábamos las diferencias entreellas. Me propuso un montón de cosas más. Rezumaba erudición. 

—Elegí la que más te guste a vos, y no digas nada —le dije. —Para oír, hay que callar.

Los ojos del perro siberianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora