XXXV

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     Una semana antes de cumplir los trece, Ezequiel me pidió que un día antes de micumpleaños fuera a su casa, que faltara al colegio si era necesario, pero que tenía queestar ahí. Le pregunté por qué, ese día me tocaba taller de periodismo y eso significabaver a Natalia, se lo expliqué, insistí. 

—Sorpresa, sorpresa —dijo, y no dijo nada más. 

Obviamente estuve allí.Me sirvió té con masas. Charlamos de vaguedades, yo estaba muy ansioso, quería sabercuál sería el motivo de tanto misterio. De repente se levantó y trajo el chelo. Se sentó. Ysin decir palabra se puso a tocar la Suite No. 1 en Sol mayor de Bach. 

Yo ya la sabía de memoria, la escuchaba a diario en diferentes versiones: la de PabloCasals, la de Lynn Harrell (mi preferida), la de Rostropovich. 

Ahora la escuchaba en la versión de Ezequiel. 

Es una pieza tan difícil de tocar bien, que sólo los grandes chelistas se animan aejecutarla en público.Indudablemente la versión de Ezequiel no tenía la calidad de las versiones que yoconocía, estaba más cerca de ser un ejercicio de digitación que otra cosa, pero teníatanto amor en cada nota, tanto sentimiento. Una Suite de tal complejidad sólo se puedeejecutar bien después de años de esfuerzo y con mucho talento. 

La versión de Ezequiel era puro sentimiento. 

Yo no paraba de llorar. 

Cuando finalizó nos abrazamos y lloramos juntos. 

La semana siguiente lo internaron por última vez.

Los ojos del perro siberianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora