—Anoche no cenaste —dijo mi madre cuando bajé a desayunar. 

—No me sentía bien, no es nada, ya pasó. 

—¿Nada? Para que vos no cenes...Si querés podés faltar al colegio.

—En serio mamá, no es nada —y la abracé, la abracé muy fuerte. Nosotros no somos deesas familias que se la pasan besándose y abrazándose. Por eso ella me miró extrañada. 

—¿Y eso? ¿Te agarró un ataque de cariño? ¿Seguro que querés ir al colegio? 

—Sí, mamá —le dije con mi mejor expresión de fastidio. Realmente prefería ir alcolegio a quedarme en casa. Quería tener la cabeza ocupada en algo, aunque ese algofuera la profesora de matemáticas. 

En el colegio estuve insoportable. Tenía miedo de que Mariano se diera cuenta de queestaba preocupado y comenzara con uno de sus interrogatorios, en los que siemprelograba ganarme por cansancio. 

Necesitaba tranquilidad para pensar algo que me estaba dando vueltas en la cabezadesde la noche. Si a Ezequiel no le importaba lo que a mí me pasara, a mí no tenía queimportarme él. Después de todo yo nunca había tenido un hermano, nunca habíacontado con él. Había vivido la mitad de mi vida sin él y podía seguir asítranquilamente. No me importaba que tuviera SIDA o lo que fuera. Si era por mí,Ezequiel se podía ir a la mismísima mierda.

Los ojos del perro siberianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora