Ana

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— ¡Vaya! —exclama Ale nada más atravesar el umbral de la puerta—. André no exageraba. Este sitio es increíble

No le falta razón. Parece que estemos en la mejor discoteca de la ciudad un sábado por la noche. El salón de baile es mucho más grande de lo que imaginaba. En el centro se congregan varios grupos de personas de diferentes edades, repartidos desde la inmensa ventana con vistas al mar que ocupa todo el extremo izquierdo, hasta la plataforma en la que está subido un tipo con una camisa de flores toqueteando una mesa de mezclas. Las enormes lámparas de cristal que cuelgan del techo están ahora apagadas, y la poca iluminación de la sala proviene de unos cañones de luz de colores situados junto a la mesa del dj que, a intervalos, enfocan la pista de baile y a toda la gente que está allí.

Una canción sin letra comienza a sonar por los altavoces y todo mi cuerpo retumba al ritmo de la batería. Sonrío como una idiota. Cojo a mis amigas de la mano y las insto a buscar un sitio para dejar los bolsos y ponernos los tacones de nuevo.

Marta ha sido la encargada de salir de casa con un bolso de tamaño gigante para guardar ahí los tacones y poder escalar sin problemas la pared trasera del hotel. Debo reconocer que ha sido un poco más complicado de lo que pensábamos por la poca visibilidad y porque ninguna de nosotras es aficionada a los deportes de riesgo. Subir varios metros en vertical sin un arnés y con un vestido completamente escotado por la espalda que apenas me tapa los muslos, no ha sido la mejor experiencia de mi vida. Pero ya estamos aquí. Y tengo intención de disfrutar a tope nuestra primera noche de vacaciones.

Cuando por fin veo una esquina vacía cerca de la entrada, me lazo hacia ella como lo haría un jugador de rugby. La gente a mi alrededor me mira como si estuviera loca y yo les contesto con una mueca burlona. Dejamos las cosas en la mesa baja que hay y nos sentamos en las sillas de alrededor para calzarnos.

Acabo la primera. Cojo un billete de mi cartera y me pongo en pie.

—Voy a la barra —anuncio por encima del volumen de la música—. ¿Os pido lo de siempre?

—Lo mío sin alcohol.

Miro a Carla como si se le acabase de separar la cabeza del cuerpo. Ella chasquea la lengua.

—Aún es pronto y no todas tenemos tu aguante.

Marta y Ale asienten y se suman a su petición.

—Pues sí que empieza bien la noche —me quejo alejándome de allí.

Localizo la barra, por encima de la multitud, al otro lado de la pista de baile. Está iluminada por unos fluorescentes de luz tenue que permiten ver las botellas que hay ordenadas en las estanterías de metal. Me hago paso a codazos y pisotones para llegar hasta allí. La gente baja la cabeza, malhumorada, pero yo suelto un gruñido y vuelven a lo suyo. Es una de las cosas malas que tiene mi estatuara; para la gente que mide más de un metro sesenta soy invisible.

Cuando por fin llego, veo a una camarera rubia atendiendo a una pareja de ancianos que no oyen bien a casusa del volumen de la música. Ella les grita para que se enteren de lo que les está diciendo y ellos responden algo que no tiene que nada que ver con la conversación. No puedo evitar reír ante la escena.

— ¿Qué te pongo?

Otro de los chicos que hay detrás de la barra llama mi atención. Aprieto los labios con fuerza para disimular la carcajada y me vuelvo a hacia él.

—Un ron–cola y tres coca–colas. A secas —añado—. Mis amigas son una panda de aburridas.

El chico sonríe por del puchero que hago y extiende una mano hacia mí.

—Ya veo. ¿Me enseñas tu tarjeta, por favor?

Me quedo quieta un momento. ¿En serio me está pidiendo el DNI? Entiendo que mi estatura pueda confundir a veces, pero tengo veintitrés años, por dios. Solo de pensar que tengo que atravesar otra vez la marea de gente me mareo.

#ProyectoPlayaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora