Lloro. Lloro mucho. Tengo el pelo revuelto y la ropa arrugada. Grito. Grito mucho, también. No sé a quién ni por qué, pero me arde la garganta, desgarrada por los chillidos.
Me encuentro en el piso de mi hermana, mi casa durante los últimos años. No. No es mi casa. Nunca lo ha sido.
Suena un pitido. Giro sobre mí misma buscando la fuente del estridente ruido. Localizo un reloj despertador en la encimera. Lo paro. Las 7:30. Hora de ir a clase. Mierda llego tarde. Corro hacia la puerta al tiempo que intento arreglar en lo posible mi camisa. Enseguida lo doy por perdido. De pronto me doy cuenta de que no llevo la mochila y que tampoco sé dónde está. Revuelvo el piso entero para dar con ella; abro y cierro todos los armarios que quedan a mi vista, destrozo el sofá, levantando los cojines. Pero no la encuentro.
— ¡Carla! ¿Qué haces? —Lorena aparece en el umbral de la puerta de la calle.
—No encuentro mi mochila —digo sin parar de buscar.
— ¿Qué mochila? ¡Vuelve a montar el sofá!
—Mi mochila —contesto como si fuera obvio. ¿Acaso no lo es?— Llego tarde.
— ¿Tarde? ¿A dónde?
—A clase.
Mi hermana me mira alucinada. No ve ningún sentido a mis palabras.
—Carla, tú no tienes clases. No sales de este piso desde hace tres años. Raro me ha parecido no encontrarte en tu habitación.
Freno en seco. Miro a Lorena con el ceño fruncido. De pronto la habitación comienza a dar vueltas. No. Es mi cabeza la que gira. Y me acuerdo: dejé el instituto a los 16 años, después de esa horrible pelea con mis padres en la que los tres llegamos a las manos, y jamás he pisado la universidad ni ningún otro centro de enseñanza. No tengo trabajo ni proyectos a la vista.
Palpo el bolsillo del pantalón hasta que doy con mi móvil. Un chat abierto:Ana: ¡Tías! ¡Me han cogido en la clínica! Fiesta esta noche para celebrarlo.
Marta: ¡Enhorabuena, cariño! Sabía que lo conseguirías.
Ana: Nadie mejor para curar animales que una de su misma especie.
Marta: Jajajajaja
Ale: ¡Felicidades, Ana! Pero... No entiendo el chiste.
Marta: Ale, se refiere a que es una zorra mala.
Ale: :O
Ana: Ay, la niña es demasiado inocente para este grupo.
Ale: ¡No lo soy!
Ana: Tierra llamando a Carla. ¿Aún duermes? ¡Es medio día!Tú: Esta noche no me apetece salir. Lo siento. Y felicidades Ana.
“Saliste del grupo”
Rápidamente miro la fecha del último mensaje: 17 de febrero.
—Lorena, ¿qué día es hoy?
—Martes.
— ¡Número!
—Cinco, de mayo, para más información. ¿Qué te pasa? ¿Te has tomado la medicación?
Reviso todos los chats de la aplicación, pero ese es el último. ¿No he hablado con nadie en tres meses? ¿Ni una sola persona se ha preocupado por mí en todo este tiempo? ¿He estado ignorando a mis amigas deliberadamente?
Miro una última vez a mi hermana y me doy la vuelta rápidamente. Corro hacia el baño con las lágrimas rodando por mis mejillas. Lorena grita mi nombre y me sigue de cerca, suplicando que pare, conociendo la situación que viene a continuación.
Entro en el baño y cierro la puerta con pestillo. Los golpes de mi hermana al otro lado me retumban en los oídos, al ritmo de mi corazón, rápido, furioso. Abro el cajón del armarito en busca del neceser de Lore y cuando doy con él saco la cuchilla casi con alivio, reconociendo en ella a una vieja aliada, esa con la que tengo un trato: un pequeño dolor físico a cambio del desgarrador sentimiento de culpa, de la soledad que me aprieta el pecho, de la ansiedad que me impide respirar.
Me quito de un manotazo las pulseras que siempre cubren mis cicatrices en la muñeca izquierda y, sobre viejas heridas, paso despacio la cuchilla, sintiendo el escozor de la piel abriéndose y la sangre brotando en pequeños hilos.
Cuando termino ya casi no puedo oír el llanto suplicante de mi hermana en el pasillo.
Una lágrima salada cae directa en el corte y hago un gesto de dolor al tiempo que aspiro entre dientes. La sangre rodea mi muñeca y cae al suelo en pequeñas gotas rojas que contrastan con el blanco de las baldosas.
A estas alturas debería sentirme mejor. Debería experimentar una sensación de adormecimiento de mis emociones, eclipsadas por el dolor físico que me he infringido con la cuchilla. Pero no es así. Esta vez no puedo dejar de sentir. Ansiedad. Miedo. Desesperanza. Soledad. Un sufrimiento terrible que me desgarra por dentro y hace que me tenga que poner de cuclillas y agarrarme el pecho a través de la camiseta.
No puedo. No puedo más.
Quizás ha llegado el momento.
Me pongo en pie agarrándome al lavabo y abro de nuevo el armarito, pero ahora es mi propio neceser en que saco. Mi reflejo, distorsionado, se refleja en el material negro de plástico. Respiro hondo. Lo abro despacio y doy a la primera con ese bote de cristal con tape azul y blanco que conozco tan bien. Me lo quedo mirando, todo lo que me permiten las lágrimas que no han dejado de brotar en ningún momento y nublan mi vista.
Lo giro despacio, examinando su contenido. Con cuidado, lo vacío en mi mano buena. Unas doce pastillas.
Vuelvo la cabeza a la puerta, donde mi hermana mayor no ha desistido y golpea la madera desesperada, esperando que yo aparezca de un momento a otro frente a ella.
Pero hoy no abriré.
Nunca más abriré.
Suelto un alarido desgarrador y me meto las pastillas en la boca. Abro el grifo, inclino la cabeza dentro del lavabo y abro la boca para que el agua me ayude a tragar.
La sensación de adormecimiento que estaba esperando llega por fin, pero no afecta sólo a mi mente. Las piernas me tiemblan, el cuerpo se tambalea hacia delante y hacia atrás, hasta que al cabo unos segundos pierdo el equilibrio y caigo de espaldas en el suelo de ese baño que tanto tiempo me ha observado en silencio.Me siento tan rápido en la cama que me mareo. Intento respirar, pero el aire no llega a mis pulmones. Un sabor salado se me cuela en la boca y rápidamente me doy cuenta de que son lágrimas. Me llevo las rodillas al pecho y lloro desconsoladamente. Lloro por todo lo pasado, por todo lo que podría haber hecho y no hice. Lloro por lo aterrada que estoy de que esa pesadilla se vuelva realidad. Lloro por todo lo que no permitiré que pase.
Sigo aquí. Sigo aquí y no me iré.— ¡Más fuerte! ¡Más rápido! ¿Y luego te quejas de que te tenga en tan baja estimaaaaaa? ¡Ah, Dios! ¡Así, así sí!
Los gritos al otro lado de la pared consiguen devolverme al mundo real. Mi amiga no es precisamente silenciosa, y por los golpes del cabecero de la cama, diría que Iván se está esforzando para que siga gritando todo el tiempo posible. Malditos orgullosos.
No puedo oír esto.
Me paso la mano por la cara y aparto los mechones de pelo que se me han quedado pegados a las mejillas por la humedad de las lágrimas. Meto la mano debajo de la almohada y saco el montón de pulseras que suelo llevar normalmente en la muñeca izquierda, ocultando las cicatrices de un pasado que ahora mismo no quiero recordar.
En el baño me lavo la cara, intentando no prestar demasiada atención a mis ojos hinchados y a las sombras oscuras que hay bajo ellos. Me acerco al neceser y saco una única pastilla del bote que guardo bajo las compresas. Me la trago y respiro hondo. Necesito aire fresco.
Me encamino a la terraza para llevar a cabo mi ritual de sentarme a mirar al horizonte. Ahora mismo es lo único que me puede calmar.
Al pasar por el salón descubro a mis amigos en la misma posición en la que los dejé, medio muertos tirados de cualquier manera sobre la primera posición horizontal que encontraron.
Descorro las cortinas para salir a la terraza, pero freno en seco al ver a Sergio y Alejandra sentados en las sillas de plástico con lo que queda de los cócteles de Iván en una botella y un vaso de chupitos enfrente de cada uno. Él sonríe abiertamente y ella le corresponde con una mirada un tanto avergonzada, pero muy tierna. Parecen estar jugando a algo, pero no logro escuchar la conversación a través del cristal.
Miro a mi amiga con cariño y estoy a punto de darme la vuelta para dejarles intimidad cuando un gemido de dolor me obliga a girarme bruscamente.
—Ay, no. Otra vez no.
Marta resucita de golpe y se sienta en el sofá, apoyando una mano en su vientre y tapándose la boca con la otra.
Antes de que me dé tiempo a acercarme a ella, se pone en pie y echa a correr hacia el baño. Yo la sigo de cerca, pero cuando llego está arrodillada frente al váter y lo único que puedo hacer es sujetarle el pelo para que no se lo manche de vómito.
—Shhh, tranquila, tranquila.
Le paso suavemente la mano por la espalda, intentando reconfortarla. Ella vomita y suelta algún que otro juramento entre arcadas.
Al cabo de unos minutos, cuando parece que se ha calmado, se incorpora, pegando la espalda a la pared y cerrando los ojos, agotada. Me separo de su lado para coger una toalla, mojarla un poco y ponérsela en la frente. Luego en la nuca.
—Gracias —Le falta el aire.
—No me las des. ¿Estás bien?
—Ahora mejor.
Con los ojos aún cerrados, pasea su mano arriba y abajo por su vientre, respirando a través de la pequeña O que forman sus labios.
— ¿Mucho licor de menta anoche? —bromeo.
Ella sonríe un poco, pero tarda en contestar.
—Fue a palo seco… Ni tan dulce ni tan placentero como esa bebida.
Me la quedo mirando, aunque sé que ella no puede verme. Frunzo un poco el ceño, sin entender lo que quiere decir. Quizá solo estaba hablando para sí misma. Quizá el alcohol aún recorre su sistema y le obliga a decir cosas sin sentido.
Le vuelvo a pasar la mano por el pelo, dejando su comentario sin respuesta.
Todos necesitamos descansar.
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#ProyectoPlaya
RomanceEsta es una historia que esconde más de lo que pueda parecer a primera vista. Con unas vacaciones en la playa como telón de fondo, los sentimientos amenazan con ahogar a una chica de ojos verde oscuro que preferiría dejar de sentir.