Carla

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Son las seis de la mañana. Martes. Ayer se cumplió una semana desde que estamos aquí.

Miro al cielo sentada en una de las sillas de plástico que hay en la terraza del apartamento. Empieza a clarear, pero yo llevo aquí desde que las constelaciones se veían al completo.

Suspiro y me froto la cara. Estos últimos días han sido... difíciles. No estoy acostumbrada a una vida tan... tan... TAN. ¡Dios! Ya no sé ni hablar.

Mis niveles de ansiedad han subido considerablemente, sobre todo desde el día que salí a correr por primera vez. El mismo día que conocimos a los chicos y estuvimos con ellos hasta altas horas de la madrugada.

También he llorado mucho. Eso, en cambio, no es muy diferente a lo que solía ser mi vida en casa de mi hermana. Sin embargo, sí han cambiado los motivos. O eso creo. La culpa lo invade todo. Y la confusión. Eso también está muy presente dentro de mi cabeza. No me gusta estar así. Siento que les estoy amargando las vacaciones a mis amigas, aunque ninguna me ha dicho nada. Ni lo harán. Noto una mano invisible apretando con fuerza mi corazón cada vez que pillo a alguna de ellas mirarme con preocupación. Me quieren. Lo sé. Yo las quiero con todo lo que soy. Pero, aunque quisiera decirles qué me pasa, no sabría cómo hacerlo. La mayor parte del tiempo ni yo misma me entiendo.

Fijo la vista en el horizonte. Esa línea imaginaria que separa el cielo del océano me hace sentir mejor, me tranquiliza. Creo que por eso paso todo el tiempo que puedo en esta terraza. Me encanta sentir la brisa revolver mi melena negra y oler el mar mientras me imagino buceando y perdiéndome entre sus aguas.

Hoy esa línea se ve más oscura a causa de la cantidad de nubes que cubren un cielo cada vez más luminoso, pero oscuro igualmente. Creo que va a llover. Me gustaría que lloviera. En esos días me siento menos sola. Puede parecer una tontería, pero los días grises en los que las gotas empañan los cristales y la gente parece más reflexiva, más ensimismada en la lectura o la música, me da la sensación de que, de algún modo, son como yo.

Miro la hora en mi móvil. Las seis y cuarenta y cinco. Silencio la alarma que tengo programada todos los días a las diez de la mañana para no olvidarme de... Bueno, no importa. Ahora no quiero pensar en eso. No puedo pensar en eso.

Aprovecho el arrebato de paz momentáneo que siento para levantarme de la silla y entrar en el apartamento.

Antes de las siete el agua salada baña mis pies. La playa está completamente vacía. Nadie sabe lo que disfruto de este momento suspendido en el tiempo en el que es lo suficientemente tarde para que los trasnochadores sigan de fiesta y demasiado pronto para que nadie madrugue. Salvo yo. Aunque tampoco es que duerma demasiado.

Poco a poco me voy introduciendo en el mar. Las olas me salpican el estómago, provocando que lo encoja a causa de la impresión. ¡Joder! Está helada. Así que no me lo pienso. Me hundo por completo para salir un segundo después y soltar un grito medio euforia medio alivio. Necesitaba despejarme y creo que lo he conseguido. ¿Soy una bruta? Nunca he dicho lo contrario.

Comienzo a nadar a crol sintiendo las olas golpearme los brazos y la resaca intentando atraparme para que no me vaya nunca. De momento, esa es mi intención.

Durante lo que me parecen horas, despejo mi mente de todas mis preocupaciones, de todos mis miedos. Simplemente nado; solo siento el mundo en mi piel. Es increíble el poder que tiene el deporte en mí. Me encanta.

— ¿Qué cojones...?

No es la voz lo que me saca de mi estado de placidez mental. Bueno, también. Pero lo que me ha despertado ha sido el golpetazo que me he dado en la mano contra algo duro como un bloque de cemento. Me va a salir un moratón enorme.

#ProyectoPlayaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora