Iván

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Quedamos en el puerto de la zona turística. Hay dos en Verlán, pero este es el que más afluencia tiene durante el verano, dada la cantidad de barcos turísticos que empiezan sus rutas aquí. El otro puerto se encuentra en el verdadero pueblo de Verlán, tal y como lo llamamos la gente que hemos nacido entre estas aguas. Es el lugar donde atracan los pesqueros y barcos comerciales a lo largo de todo el año, cuyos productos acaban en las pequeñas tiendas para que la gente que vive aquí los compre. Y allí es a dónde vamos nosotros.
—Me han dicho que te gusta hacer turismo —le dice Sergio a Marta intentado entablar conversación.
Hará menos de diez minutos que la hemos conocido. Tiene un carácter muy diferente al de sus amigas, sobre todo al de Carla, pero parece una chica agradable y simpática que muestra interés por lo que decimos sobre nuestro pueblo.
—Hace muchos años que no tengo la oportunidad, pero sí, es algo que disfruto mucho. Cuando era pequeña mis padres organizaban excursiones siempre que podían, y en las vacaciones de verano nos íbamos a algún país de Europa durante un par de semanas.
— ¡Vaya! ¿Has estado en Noruega? ¿Y en Grecia?
Asiente con la cabeza, imagino que rememorando esos años de su infancia y adolescencia en los que le dolerían los pies de tanto andar por las capitales de algunos de los países más conocidos del continente. Sin embargo, su sonrisa es triste, si es que realmente sus labios han llegado a formar alguna.
—Hace mucho tiempo desde aquello. Demasiado —murmura.
Me la quedo mirando unos segundos con el ceño fruncido, pero al ver que no piensa decir nada más decido dejarlo correr. Acabo de conocerla, no es buena idea inmiscuirme en su vida tan pronto.
Llegamos al puerto a las nueve menos cuarto. El barco en el que nos vamos a subir está ya en el muelle. Iván y yo nos adelantamos y subimos las escaleras blancas de dos en dos. Al cabo de unos segundos nos asomamos por la barandilla y les hacemos un gesto con la mano para que suban. En fila india y con cuidado de no resbalar por la fina capa de agua que cubre los peldaños de las escaleras, las cuatro llegan a la parte de arriba.
Nuestro barco no es el más grande de todos los que están atracados en el muelle, pero sí es lo bastante alto como para superar en varios centímetros a algunas embarcaciones más pequeñas que acaban de llegar al puerto y de las que bajan varias familias con niños pequeños.
Ellas se sientan en la parte delantera; Ana y Carla eligen el lado derecho, mientras que Ale y Marta prefieren el izquierdo, el que da al mar en su totalidad. Iván y yo nos colocamos al frente, en el morro del barco, hablando con nuestro amigo, que va a hacer de guía en esta visita. Le damos el dinero que hemos pagado por el tour y él lo guarda en una pequeña caja de metal que hay sobre una mesa alta.
—Chicas, este es Alain —digo cuando terminamos de preparar todo.
Observo sonriente como las chicas reparan en él por primera vez. Es un chico joven, casi de nuestra edad, pero unos centímetros más bajo. Sin embargo, es más corpulento. Su pelo oscuro está revuelto por la brisa que sopla a esta altura del suelo, y sus ojos, del mismo color, son los más expresivos que he visto nunca; siempre bromeo con que puede leernos la mente si nos despistamos un momento. Viste completamente de negro con una camiseta que se le ajusta al cuerpo y unos vaqueros oscuros un tanto desgastados. Las únicas notas de color en él son el pin azul con el logo de la compañía que lleva prendado de la camiseta, y una bonita sonrisa en unos labios finos, que les dedica a las cuatro.
—Encantado. Bienvenidas a Verlán.
—Carla, Ana, Alejandra y Marta —presenta Sergio por orden.
Él las mira un segundo a cada una intentando retener sus nombres. Al cabo de un momento se pasa una mano por el pelo, revolviéndolo todavía más de lo que lo tiene, y ofrece una mueca de disculpa sin borrar la sonrisa del rostro.
—Vais a tener que disculparme, pero seguramente me los tendréis que repetir unas cuantas veces más para que me los aprenda.
Todos sonreímos. Yo le dedico una mirada de comprensión y él asiente casi imperceptiblemente con la cabeza.
Un ruido sordo rebota por todo el barco y una leve vibración se apodera del suelo. Segundos después, salimos del puerto.
Alain se queda de pie para comenzar el tour, y Sergio y yo nos acomodamos en los asientos situados detrás de Ana y Carla. La primera se vuelve y me dedica a una sonrisa coqueta a lo que yo respondo inclinándome hacia delante y dándole un golpecito en la frente con los dedos. Ana suelta una carcajada y se vuelve hacia delante, mientras que Carla resbala un poco en su asiento, hundiéndose en él. Le miro con el ceño fruncido sin entender a qué ha venido eso, pero Alain empieza a hablar y ya no me da tiempo de averiguarlo.
—Verlán es un pueblo costero con apenas trescientos habitantes durante los meses de invierno, pero que supera los 180.000 en la temporada estiMarta. Durante los últimos cuatro años, y gracias a la Bandera Azul con la que ha sido galardonada nuestra playa, la afluencia de turistas ha crecido exponencialmente.
Nos alejamos del puerto a gran velocidad y nos adentramos en la zona de playa turística, más allá de las boyas amarillas que indican a los bañistas hasta dónde se pueden adentrar en el mar sin correr ningún riesgo. Pero no son las únicas señales que se ven desde aquí; cada quince metros aproximadamente, se encuentra una fila de estas boyas, mucho más pequeñas, de color rojo colocadas en vertical que empiezan en la orilla y se introducen varios metros en mar abierto. Tienen cierto parecido con las que dividen las calles de las piscinas olímpicas.
— ¿Para qué son esas cadenas de boyas rojas? — pregunta Marta a al tiempo que extiende el brazo en dirección a la orilla.
—Bueno, una de las normas de la campaña Bandera Azul nos obliga a señalizar las zonas específicas para actividades incompatibles con el baño.
—Mi tabla, por ejemplo —añado.
—De ese modo no hay peligro para los bañistas de sufrir algún daño por culpa de esos juguetes —termina Alain.
— ¡Mi tabla no es ningún juguete!
—No, es tu amor platónico. Una pena que vuestra relación nunca vaya a funcionar.
Me giro y le doy unos cuántos puñetazos a Sergio en el brazo y en el pecho. Él no para de reír, encajando todos mis golpes, pero sin devolverme ninguno.
—A la próxima te tiro por la borda.
—Sabes que llegaría nadando a tierra sin ningún problema —se jacta. Sé que tiene razón, y eso me enfada más todavía.
Suelto un gruñido y le doy otro puñetazo, esta vez en el hombro. Sergio sigue riendo, pero adopta una mueca seria cuando Alain nos dirige a los dos una mirada de advertencia. De pronto me siento como el adolescente rebelde que fui que hablaba más que escuchaba en las clases del instituto.
—Bajo estas aguas —continúa—, se encuentran numerosas especies vegetales y animales, la gran mayoría protegidas. Contamos también con un tipo de coral muy poco común en esta zona del planeta que forma una pequeña barrera cerca de la Gran Roca, de la que ahora os hablaré.
«Si queréis, algún día puedo enseñaros todo esto. Tengo el equipo necesario para practicar submarinismo desde hace años. Incluso a veces, muy de vez en cuando, me piden que haga de profesor para algunos turistas.
Ana aplaude, emocionada con la idea.
Me asomo a la barandilla y me fijo en la superficie del agua. Aquí, alejados de la orilla, el mar está en calma y se pueden apreciar unos centímetros de agua transparente, hasta que la oscuridad del fondo se los traga.
Echo un vistazo al horizonte; el sol se acerca lentamente a él, dotando al paisaje de un precioso color anaranjado. Mi favorito.
—Como curiosidad, deciros que algunos años, más o menos por estas fechas, un poco antes quizás, se pueden ver delfines desde la zona de baño. Algunos incluso se atreven a acercarse a la orilla y jugar con los bañistas. No es algo que pase habitualmente, pero cuando aparecen son un verdadero espectáculo.
Las cuatro sueltan una exclamación de sorpresa. Parece que nunca han visto delfines de cerca más allá de los acuarios. Todas se asoman rápidamente a la baranda del barco, supongo que esperando ver a uno de estos mamíferos marinos. Alain suelta una risita a nuestras espaldas. Cuando las chicas se vuelven a sentar en sus sitios veo cómo les mira con un brillo divertido en sus oscuros ojos negros.
—Os aseguro que ahora mismo no hay ninguno rondando el barco.
Seguimos avanzando mientras Alain nos explica un montón de cosas sobre la calidad del agua, las actividades que se ofrecen desde el ayuntamiento para fomentar el cuidado del medio ambiente, los servicios que podemos encontrar en la arena de la playa y en los alrededores…
Ellas escuchan con atención, bebiendo de cada detalle.
De pronto, una gran sombra se proyecta sobre el barco, tragándose la poca luz natural que queda. Levanto la cabeza, impresionado, y mis ojos se topan con una inmensa estructura rocosa que se eleva bastantes metros por encima de nosotros. Impone como cuando era un niño.
—Y este es el atractivo turístico más conocido de Verlán: La Gran Roca.
Las cuatro permanecen en silencio, sus ojos abiertos al máximo.
—Esta montaña rocosa, a la que nuestros antepasados bautizaron con tanta originalidad, tiene setenta metros de alto y dos kilómetro de largo. Con otros veinte metros se introduce en el mar, partiendo la playa en dos y separando la zona más turística del verdadero pueblo de Verlán donde están las casas de la gente que vive aquí todo el año, los comercios, la iglesia, las plazas… Vamos, lo que se conoce como un pueblo.
«A lo largo de la Gran Roca hay muchas playas pequeñas que se han ido formando con el paso de los años por la erosión de las olas al impactar contra sus faldas. Después de la cima, son los lugares que más quieren visitar los turistas. Ahora pasaremos por delante y las podréis ver.
«En el interior se esconden cantidad de cuevas a las que solo es posible acceder por el agua. Yo mismo descubrí unas cuantas cuando era un niño, y Sergio también hizo sus descubrimientos. Que sepamos, hay cinco a las que se accede por esta ladera, una más donde el agua está caliente, como si fuese una poza, que se encuentra más allá, y una última más grande que es mejor visitar cuando el mar está revuelto porque las olas más altas y que más fuerza tienen se cuelan allí y rebotan contra las paredes. Es impresionante, os lo aseguro.
Miro a Sergio que asiente con la cabeza en silencio. Tiene un brillo especial en los ojos y juraría que se ha emocionado. Admito que yo también lo he hecho un poco. Este sitio es muy especial para nosotros. Es nuestro hogar. Estoy muy agradecido de haberme criado aquí.
Alain hace una pausa en lo que terminamos de bordear la Gran Roca y llegamos al puerto del pueblo. Alejandra se acerca a donde están Ana y Carla, y la primera le sienta en sus rodillas y le empieza a hacer cosquillas. Ella se queja y le pide que pare, pero Ana la ignora y se echa a reír. Sergio y yo también sonreímos con la escena. Mi amigo, además, se inclina un poco hacia adelante. Según me ha contado Ana, Alejandra es la más joven del grupo, y aunque está cansada de repetir que no la traten como si fuera una niña pequeña, Ana siempre hace caso omiso de sus quejas. En realidad, yo no creo que le moleste que actúen así con ella, de hecho estoy convencido que le gusta. Le encanta sentir las atenciones de todas, verse arropada y querida.
Me levanto y me acerco al morro del barco aprovechando que Alain está ocupado ojeando un portafolios con un montón de papeles.
Pasan de las nueve y media y el sol roza la línea del horizonte. Una suave brisa me revuelve el pelo y un fuerte olor a humedad me golpea. Cierro los ojos e inspiro hondo.
—Este lugar es precioso —susurra Marta, asombrada por el modo en que las luces del atardecer se reflejan sobre la superficie del mar y las olas impactan con fuerza en las faldas de esa inmensa montaña que divide la playa en dos—. Su canción se escribiría sola.
Pego un brinco. No me he percatado de su presencia hasta ahora. Estaba ocupado dejando que el brillo de este sol que ya no calienta me ilumine la cara.
— ¿Te gusta componer?
Ahora es ella la que da un saltito y agarra con más fuerza la barandilla. Creo que pensaba que no la había escuchado y mucho menos que respondería a su murmullo.
—Perdona. No quería asustarte—le miro un segundo con preocupación, pensando que se ha podido sentir violenta por mi comentario tan directo, pero ante su negativa vuelvo a dirigir la mirada al horizonte— Entonces, ¿compones canciones?
Tarda un momento en responder. Baja la mirada a su mano izquierda, al tatuaje que adorna su dorso: una clave de sol que parte de un corazón. Cuatro estrellas forman un semicírculo a su alrededor.
Hasta ahora no me había fijado demasiado en ella y mucho menos en sus manos. Está claro que ese símbolo representa algo muy querido y especial para ella por la forma en que lo acaricia con la mirada perdida.
Cuando pienso que ya no me va a contestar, abre la boca y suelta un susurro tan triste que se me clava dentro:
—Antes lo hacía, sí. Pero me di cuenta de que no valía para eso.
Le miro en silencio solo un segundo. Después giro la cabeza y juntos contemplamos la belleza de esta puesta de sol.

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