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Estaba lloviendo.

Gus se sentó de súbito para luego cubrirse los ojos con un quejido de dolor. Sentía pinchazos en la cabeza que llegaban hasta los párpados y le tapaban los oídos. ¿Así era una resaca? Creía que su cerebro estallaría en cualquier momento.

Y, a todo esto, ¿dónde estaba? Se había dormido en su habitación, estaba seguro de eso, pero no podía estar lloviendo dentro de la casa. ¿Su ebriedad habría empeorado y salieron al patio en uno de sus arranques de locura? Si era así, su tía los iba a matar.

Fue la voz de Hide la que lo devolvió a la realidad.

—¿Pueden levantarse? Van a ser las dos.

Se destapó los ojos. Todavía estaba oscuro, por suerte, aunque la mínima luz que entraba por algún sitio lo estaba molestando. No solo eso, la voz de Hide también era una tortura, juraría que hablaba como diez veces más alto de lo usual.

—¿Qué pasa? ¿Por qué gritas? —Casi hizo un "hiss" cuando más agua le roció encima. ¿De dónde rayos venía?

—No te estoy gritando, solo vengo a advertirles. Son las dos, ya los otros dos se fueron, y si la señora Mayers los encuentra así, los va a matar.

¿Ah?

Allí se dio cuenta de sus alrededores. Seguía en su cama, en su habitación. Hide había entrado y estaba junto a su cama, con un rociador en la mano, y había dejado la puerta entreabierta. Y Chema estaba acostado a su lado, quejándose de un dolor de cabeza.

Todos los recuerdos de la noche anterior llegaron a su mente. La pizza, los shots con el Jenga, las conversaciones, los celos...Los besos. Se revolvió el cabello con algo de nervio, aunque pronto se andaba lamentando porque el dolor agudo lo volvió a atravesar. Eran agujas que se clavaban por sus ojos desde el interior de su cráneo.

¿En verdad se había besado con Chema? Era un recuerdo vago, pero estaba seguro de que sucedió.

—Ya cumplí mi parte. En la cocina la señora Mayers te dejó almuerzo —dijo Hide, saliendo de su habitación—. Voy a salir, nos vemos más tarde.

El ruido de la puerta al cerrarse hizo que se contrajera de dolor. Volteó a ver a Chema con una sonrisa pequeña.

—¿Quieres café?

Como no habían tomado tanto como a sus mentes perversas les hubiera gustado creer, la resaca no era tan fuerte. Les costó mucho acostumbrarse al resplandor del sol en la cocina y tuvieron que tallarse los ojos de vez en cuando para mitigar el dolor, pero pronto pudieron quedarse sentados en la mesa, tomando un café negro tan fuerte que espantara lejos la resaca. Tuvieron la fortuna de que su tía los encontró allí como buenos niños, y antes de salir les recordó dónde estaba el botiquín de la casa con las aspirinas.

Sin embargo, Gus notó que Chema andaba actuando extraño.

Desde que lo llevó a la cocina lo estaba tratando muy esquivo, sin hacer contacto con sus ojos, manteniendo una distancia prudente que no entendía, e incluso al hablar no lo hacía con la misma cercanía de siempre. En un principio, Gus no preguntó nada y trató de ignorarlo. Pensó que podía ser la resaca, que el dolor de cabeza lo tenía más allá que acá y estaba distraído por eso. Cuando se recuperara, estarían bromeando como siempre.

Pero luego de unos quince minutos, Gus sentía el dolor más tolerable, y no había ningún cambio en el comportamiento del otro. Hasta lo pescó desviándole la mirada, así que pudo confirmar que no se lo estaba imaginando y en verdad no quería verlo de frente. Cuando al quinto intento de conversación murió a las tres frases intercambiadas, si es que se le podía decir frase a lo que dijo Chema, Gus se hartó.

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