CAPÍTULO 01

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Me lo merecía.

Me merecía cada minuto en ese avión, observando las espesas nubes que como nata montada yacían a mis pies, como si me invitaran a nadar entre ellas.

Era mi premio, mi recompensa después de cuatro años clavando los codos sin otro propósito que conseguir una beca para una de las siete universidades más prestigiosas del mundo.

Y al fin había cruzado la meta.

Harvard, Oxford, UCLA... A todas envié solicitud y, al final, me quedé con Yale, que había sido desde siempre mi prioridad. En breve, formaría parte de ese seis por ciento de estudiantes del campus procedentes de otros países. Sería la rara de allí.

No tenía ni idea de cuántos franceses podrían estar estudiando en New Haven, pero yo sería una de ellos y la perspectiva era un poco incómoda, porque odiaba ser el centro de atención, prefería pasar desapercibida y centrarme en lo mío.

Mi madre, Sabine Mary, tenía sangre irlandesa y china, y mi padre, Tom, era italiano. Yo hablaba varios idiomas perfectamente, se me da muy bien las lenguas: el español, francés, inglés, italiano y chino.

Sabía que eso sumaba mucho y que mi manejo del inglés, sumaba aún más puntos para que me aceptaran en universidades de Estados Unidos. Y eso, añadido a mi matrícula de honor en todas y cada una de las asignaturas cursadas, había facilitado que me dieran la beca, y me aceptaran en Yale.

Desde niña hasta bachillerato, mi vida había transcurrido entre las paredes doctrinales de Colegio Françoise-Dupont de París, un colegio privado internacional trilingüe, ubicado en la avenida principal. El color de las nubes que atravesábamos me recordaba al tono impecable de las aulas, y lo más curioso era que no sentía la añoranza propia de alguien que estaba acostumbrado a pisar día tras día el mismo suelo. De hecho, no creía que fuera a sentirla jamás, pues la necesidad de abrazar lo que iba a venir era más poderosa que la posible nostalgia que en algún momento pudiera llegar.

Yale era mi sueño. Mi objetivo.

Era justo lo que quería. Mi nueva vida se alejaría mucho de la seguridad de mi escuela de toda la vida, y de la sobreprotección de mi familia. Pero necesitaba volar del nido y continuar con mi propósito.

Había dado mi promesa de que no desfallecería en conseguir mis objetivos. Y yo nunca rompía una promesa.

El hecho era que, aunque parecía inevitable no pensar en mi futura estancia en Yale, en esos momentos no quería darle demasiadas vueltas a la cabeza, porque a la universidad no iría hasta pasados diez días, y antes de viajar a Connecticut, en Estados Unidos, para estudiar la carrera que había elegido, tenía por delante cinco días de maravillosas vacaciones, un pequeño capricho que me había marcado con mi panda de raritos frikis.

Mi pequeño paréntesis antes de que diera inicio lo verdaderamente importante para mí.

La idea era disfrutar ese impasse por todas las veces que no me fui de fiesta con los chicos, y por todas las vacaciones que me perdí al anteponer mis estudios y mis responsabilidades a la diversión y la juerga.

Saqué de mi bolsa de mano Misako una cajita con un poco de colorete.

La abrí y observé mi reflejo en el pequeño espejo cuadrado.

A la loca de Gema, la mujer de mi padre, le encantaba comprarme muchas virguerías de la marca Mac.

Yo no solía maquillarme, siempre he preferido ir más natural, no porque no me gustara, sino porque prefería no perder el tiempo en pintarme la cara.

Con decir que no sabía que hubiera una marca de cosméticos que igual que mi ordenador, ya dejo bastante clara mi ignorancia al respecto.

Gema decía siempre que mi belleza se tenía que explotar, que debía ser más presumida: «Con ese cuerpo y esa cara...», me repetía apretándome las mejillas hasta ponerme boca de pez.

A mí, simplemente, no me interesaba, porque no me veía tan guapa como ella me decía ni tan princesita como mi padre señalaba que era.

Creo que siempre tuvieron una idea distorsionada de mí y que proyectaban en mi persona lo que querían que fuera.

Pero les salí rana. Ni coqueta, ni creída ni presumida... Me gustaban las gorras de béisbol, porque me ocultaban el rostro; y a veces me vestía como un chico: tejanos, sudaderas, Converse o deportivas, botas militares, ropa holgada y mangas demasiado largas que me cubrían hasta las manos.

No me consideraba ninguna beldad, y estaba en una fase en la que no tenía ningún interés en mi físico, puesto que tampoco nadie me llamaba la atención como para esmerarme en gustarle.

En fin, una vez mi padre me preguntó si era lesbiana. La cara que le puse sirvió para que nunca volviese a cuestionárselo.

Así que después de asegurarme de que mis ojos rasgados seguían siendo azul hielo, como mi madre los describía, y tras comprobar que mi diadema continuaba sobre la cabeza y no en la frente, coloqué mi melena azabache sobre mi hombro derecho y guardé de nuevo el espejito dentro del bolso. Volví el rostro hacia la ventana.

El lienzo que veía a través de la ventana del avión me sobrecogió de pleno; las nubes se abrieron y, al disiparse, apareció un pueblo que, visto desde el cielo, parecía sacado de las leyendas medievales de caballeros y princesas.

Era Lucca. Y allí me dirigía para disfrutar del Festival Internacional del Cómic, Series y Videojuegos junto a mis amigos. Aquel era el primer año que se celebraba dicho evento durante la primera semana de agosto y, siendo verano, nadie se lo quería perder.

Sonreí de oreja a oreja como lo haría una niña y dejé que la emoción me embargara.

Gema y mi padre no daban crédito a que a alguien tan serio como yo, con las aspiraciones que tenía, le gustaran los cómics y los mangas japoneses.

Pero así era.

Me encantaban, porque a los bichos raros nos gustan las cosas raras y especiales.

/ 01 / PROFUNDO DESAFÍO -(+18 ADAPTACIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora