Decido apagar la radio. Es suficiente auto maltrato por hoy. Además mis ojos están muy hinchados y no me agrada eso. Aún siguen húmedos. Estuve llorando más de una hora. Detesto tener estos bajones a menudo, pero es lo único que logra calmar ese dolor en el pecho. Mi almohada siempre termina mojada.
Necesito olvidarme un poco de todo esto. No pienso prender mi celular. Opto por ver una película. Antes de eso me cambio el pijama, ya que hace frío. Bajo directo a la cocina y abro la heladera. Mañana debo ir al supermercado, el helado ya se esta acabando. El helado y yo. Yo y el helado. Tan perfectos juntos. Bueno.
Ya estaba cómodamente en el sofá dispuesta a prender la televisión cuando tocan el timbre dos veces seguidas. No tengo ganas de ir a ver quien es y menos en estas fachas. Pero el timbre no deja de sonar. Mierda ¿Quién puede ser? La tía Marce no era, ella tenía llaves. Dejo el pote de helado en la mesa ratona y camino sigilosamente hacia la puerta principal. Por el ojo de pez observo a alguien de espalda. Está muy oscuro afuera. No logro distinguir quien es. Se voltea y toca el timbre una vez más. Casi grito. Por suerte no lo hice. Pero al voltear observe que era un chico de cabello corto. Algo despeinado. Vamos, esfuérzate. ¿Quién mierda es? Saca su celular y el brillo de este le alumbra el rostro. Mis ojos se cristalizaron, pero no, no voy a llorar. Era Daniel. ¿Qué hacía acá?
Voy hacia la sala, pero al sentarme en el sofá este hace un ruido y maldigo en voz baja.
-Sé que estás, acabo de escucharte –grita él.
Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. ¡Idiota! ¿Qué hago? No pienso abrirle, pero ya me escucho. Carajo.
Mientras debatía interiormente sobre lo que haría a continuación Daniel empezó a tocar la puerta repetidas veces.
-No me iré hasta que me abras –dijo en un tono firme, pero no estaba enojado–, soy capaz de tirar la puerta como no me abras – agrego tocándola con más fuerza.
¡MIERDA!
Ya no aguanto más. Estaba muy enojada. No quería verlo. Por algo había apagado mi celular. Pero él no me dejaba tranquila. No quería llorar. No otra vez. Era un idiota. Me acerqué a la puerta y me recosté en ella de espalda.
-¿Qué quieres?
-Quiero verte –susurró lo suficientemente alto como para escucharlo pese al tráfico.
-Andate, por favor.
-¡Ábreme!
-¿Qué ganas con eso? –sentí que estaba a punto de quebrarme, creo que Daniel lo notó también.
-¡Abre la puta puerta de una vez! –gritó.
No sé porque pero le hice caso. Y me odie por ser tan vulnerable con él.
Él estaba serio. No me apartó la mirada. Fueron segundos en los que ninguno dijo una palabra. Daniel estaba ahí. Parado en la puerta. Sus ojos de confusión color caramelo me mataban. Su cabello ligeramente despeinado como siempre. Él estaba ahí. Había llorado una hora por ese idiota y él estaba ahí. No pude. Las lágrimas comenzaron a salir de manera lenta.
-Eres un idiota –le dije con un hilo de voz.
Solo fueron dos pasos. Solo dos pasos para acortar la distancia entre nosotros. Me miro, sonrió con tristeza y abrió sus brazos en señal de que lo abrazara. Me lancé a él y lo abracé con todas mis fuerzas. Estaba respirando su perfume. Eso se sentía tan bien. Aunque nada se comparaba a estar entre sus brazos mientras sentía su mano acariciándome la espalda.
-Lo soy –susurro en mi oído–, pero sabes que te quiero.
Deposito un tierno beso en mi cabeza. Sonreí. Yo también lo quería y no se imaginaba cuanto.