El Anuncio de un Beso Imposible

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De pequeña Airi solía hacer todo lo que yo le pedía. La bruja de su madre tiene razón con respecto a ella; es una niña muy obediente. Si alguien le pide que limpie ella sola un estudio inmenso tan solo porque a mi querido padre no le gusta la idea de que los criados husmeen entre sus cosas, ella lo hará sin más.

Yo nunca le pedí que hiciera nada que pudiese hacerle daño; lo que yo más quería en el mundo de niño era a Airi, proteger a Airi, cuidarla de todo lo malo que pudiera ocurrirle. Incluso aunque hubiese sido egoísta exigirle que estuviera siempre conmigo para tenerla vigilada y evitar que se hiciera daño, eso no hizo falta que se lo dijera; de pequeña ella me seguía a todas partes, nunca se apartaba de mi lado.

¿En qué punto fue que se separó tanto de mí?

Después de cinco años, ahora volvemos a estar juntos. Nuestros cuerpos se aprietan igual que hace años, cuando éramos inocentes y no significaba nada especial salvo lo mucho que nos queríamos, pero mi deseo de estrecharla obedece ahora a otro tipo de sentimientos.

No hay ventanas en este estudio, al menos no hay ventanas convencionales. Papá lo mandó construir en la última planta para poder colocarle una claraboya en el techo, de forma que cuando entrara la luz solar no diera directamente a ninguna de las estanterías. Quería proteger sus manuscritos de la temible influencia de los rayos ultravioleta. Por eso, justo en el centro, entre el punto donde acaba la columna de estanterías y donde comienza la fila de vitrinas, hay un enorme agujero en el techo recubierto de cristal por donde se ha estado colando una maravillosa luz amarilla, clara y pura, iluminando esa naturalmente fría guarida polvorienta.

Ahora que las horas han pasado y el sol morirá pronto una noche más, la luz ha cambiado y no entra directamente por la claraboya. Pero un apagado resplandor naranja se cuela por los bordes, dibujando un aro rojizo que a duras penas se desliza por diminutos trozos de techo, como si luchara contra aquello que lo hace encogerse. La luz lucha contra lo inevitable, como nosotros. Yo también luché... en este mismo cuarto.

A los dieciséis años, papá nos castigó a Airi y a mí sin salir de esta mansión, no recuerdo el motivo pero intuyo que fue todo culpa mía. Airi siempre me seguía en mis absurdos actos de rebeldía y por eso, al segundo día de castigo, cuando le propuse colarnos en el estudio de papá (cosa que teníamos prohibida) ella no dudó demasiado en venir conmigo.

Fue una venganza patética, la verdad. Si papá o algún criado nos hubiese descubierto no habría valido la pena por el castigo que nos habría impuesto. Cambiamos algunos libros de sitio, llenamos las vidrieras de dedos, rompimos papeles de los escritorios. Yo tenía la intención de dejar abierta la claraboya para que toda la sala se empapara, pues habían anunciado que llovería esa noche.

Estaba intentando descubrir cómo la abrían y cerraban los criados, cuando Airi se tumbó en el suelo, justo debajo y se quedó mirando el cielo que había al otro lado del cristal.

—¿Qué haces, Airi?

—Mira qué bonito se ve el cielo, Kei. Cuando atardece es el mejor momento para mirarlo porque es cuando más colores se ven.

Evidentemente, yo en mi vida me había detenido un instante a admirar el cielo e incluso en ese momento me pareció una tontería y seguí con mi perversa tarea. Airi siguió tumbada, con los ojos muy abiertos, sin decir una palabra o cambiar apenas su postura, parecía realmente absorta así que finalmente me arrastré a su lado y miré al cielo.

El azul había desaparecido y el naranja sucio lo cubría todo en el centro de aquel agujero, pero si movía mis ojos podía ver los extremos aún un poco amarillos del sol despuntar. También había nubes que por alguna razón tenían una curiosa tonalidad como púrpura, bordeadas de azul oscuro o casi negro.

Amor ProhibidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora