CAPÍTULO 5: PLAN DE ACCIÓN

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A la mañana siguiente Kiwi despierta somnolientamente con un bostezo tan largo que bien se le pudo desencajar la mandíbula. Estaba acostumbrado a despertar con suficiente tiempo para vestirse e ir al colegio... curiosamente siempre se vestía con un short, sus zapatos de siempre y su clásico suéter gigante.

Desde la noche que firmó el contrato le costaba caminar, o se le dificultaba más que de costumbre. Resulta que es primordial tener los dedos gordos del pie para desplazarse con comodidad ¿quién lo diría? De allí que lentamente se esté acostumbrando a flotar en lo que a distancias cortas se refiere. Sin darse cuenta, su pequeño deseo había puesto trabas a su desplazamiento en lugar de facilitarlo. Aunque sentía que, tarde o temprano, flotar sería algo que llegaría a hacer sin esforzarse mucho, después de todo, poner un pie al otro parecía muy complicado cuando tenía 2 años y aún no se erguía en sus cuartos traseros (siempre fue un niño lento para todo).

Se fue flotando con algo de dificultad, dándose cuenta que si flotaba a 3 centímetros del suelo se cansaba menos que a 5 y que además iba más rápido. Abrió la puerta de su alcoba para enfilarse rápidamente al baño. Esto de no usar las piernas empezaba a ser divertido. Sin embargo, le falló el freno y se estrelló con la puerta de roble por accidente. Cayó al suelo torpemente con un naciente dolor en la frente. Se resignó a que aún tenía mucho que aprender y entró casi arrastrándose al baño. Parándose de pie frente al WC... se dio cuenta que no tenía ganas después de todo.

—Vaya, qué dilema. Pasó otra vez. Je, je...

Plan B.

Se quitó la ropa, llenó la tina con agua y se dio un baño relajante. Al salir de la tina y después de cepillarse los dientes se dispuso a salir al corredor cuando, de pronto, escuchó a sus padres discutir tras la puerta.

—Sara, nuestro hijo es un caso perdido, admítelo —decía su padre.

—No digas eso de Kiwi, solo es algo... bueno, él va a su ritmo.

—Es perezoso —recriminó el hombre.

­—No del todo, querido.

­—Sara, por el amor de Dios. Míralo. Tiene 14 años y es un desastre.

­—No es un desastre, es tu hijo.

—¡De eso mismo se trata! No se parece en nada a mí.

—Solo porque tú ganaste una medalla olímpica no quiere decir que tu hijo deba amar los deportes. A Kiwi le gustan más las cosas sencillas como... comer o los videojuegos. ¿Sabías que ganó un torneo de video juegos? ¿Dónde estabas tú para apoyarlo?

—Estaba entrenando en el gimnasio. Donde los verdaderos deportistas entrenan.­ Un hijo mío no puede pasar todo el día encerrado en casa sin hacer nada. Se va a enfermar.

—Querido, los deportes son... muy pesado para él.

—¿Pesados? ¡Un cuerno! Lo que pasa es que es alérgico a hacer ejercicio y ser una persona productiva y activa. Ojalá que ese nuevo amigo suyo... El vecino, Bret, le inculque algo positivo.

—Querido, no lo fuerces. Lo acabará odiando.

—¿Cómo estás tan segura?

—¡Pues porque odia el deporte por tu culpa!

Hubo un silencio largo entre los dos, hasta que su padre dijo:

—¿A qué te refieres?

Su madre no se hizo esperar:

—Intentaste enseñarle a nadar y le dijiste que "moviera los putos brazos de una vez a ver si así cogía musculo".

—Estaba intentando apoyarlo —se defendió su padre.

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