En aquella noche oscura, sus pensamientos y el tic tac del reloj componían las sinfonías más tristes jamás escuchadas.
Hacía frío, y la nariz se le congelaba fuera de las sábanas, así que se tapó hasta la cabeza y se sumergió en el océano de su deshecha cama, donde ya nada más que había sitio para ella.
De repente, un escalofrío recorrió su espina dorsal y puso a galopar su corazón a mil por hora: alguien o algo, estaba golpeando en su ventana de un sexto piso en la calle Fuencarral. Al parecer, las leyendas eran ciertas: no vivía sola.