* Capítulo 1 *

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Cuatro meses antes del aniversario de coronación.

Salones elegantes, multitudes elegantes; un universo lleno de preciosas banalidades brillaba ante sus ojos verdes y escurridizos recorrían el lugar de extremo a extremo.

A su derecha, columnas colosales de mármol se interponían entre ellos y los suculentos manjares de la mesa de aperitivos. Sus pupilas se dilataban y la boca le hacía aguas solo mirando desde lejos. Aun así, no se atrevió a probar bocado, pensó en los bailes de su infancia donde una bandeja de dulce era el paraíso y aquellos recuerdos llenos de añoranza provocaron un nudo en su estomago que terminó por quitarle el apetito.

A su izquierda, el salón de baile, pomposo, lleno de hombres y mujeres revoloteando como mariposas en un hermoso jardín. Galantes vestidos de seda, joyas y perlas; trajes a la medida, adornos extravagantes y la perfecta conversación. Los observaba con prejuicio pero más con lastima; recordando una vez más los bailes pasados, en especial una frase de su padre que siempre la había hecho reír: "los cortesanos son como pequeñas tortugas". En aquel entonces estas palabras le resultaban un chiste, ahora interpretaba las moralejas de todas las metáforas de su padre.

A su espalda, el rey. Lo buscó rápidamente con el rabillo del ojo. El rey se erguía sobre su trono de oro y diamante tan alto que hacía ver pequeñas a las columnas. Miraba a sus súbitos con arrogancia, tenía poder en su simple palabra y era muy consciente de ello. Disfrutaba de su gracia con las hermosas señoritas que se hallaban a su alrededor, dispuestas a pisotear hasta su propia alma si de conseguir el favor del rey se trataba; y se vanagloriaba de sus hazañas con los soldados que se hallaban a su lado protegiéndolo. El rey era un depredador.

Dejó de mirar en toda dirección y concentró su vista nuevamente al frente. No podía regresar a los días pasados, no tenía control sobre los días presentes y sobre todo no poseía ni la más mínima pista de lo que deparaba el futuro. ¿Qué derecho tenía de opinar sobre los que estaban a su alrededor cuando ella misma no tenía ni siquiera poder sobre su propia vida?. Si el palacio de Hawnaco era un océano, su rey el depredador de estas aguas y sus cortesanos tortugas, entonces ella era un insignificante pececillo, que se escondía en las esquinas temiendo algún día convertirse en presa.

Horas antes el rey de Hawnaco había firmado un tratado sin precedentes en la capital Krwge y esto era, de cierto modo, el motivo de celebración que iluminaba toda la ciudad. A la mañana siguiente zarparía desde el puerto un gran buque de vapor; el cual había sido un regalo de un comerciante de Ciudad sin Fronteras y que, con su llegada, dejó perplejo al pueblo de Hawnaco que nunca había visto nada igual.

El destino del barco era un Djangeor que se encontraba ubicado muy cerca del Ehlyfhad, mar de los dioses, a unos seis días a vapor. Pero Hawnaco no era precisamente un país muy aventurado o uno muy culto para variar, y toda la información que se conoce sobre los Djangeor no son más rumores que llegan al puerto y circulan por el pueblo. —Se dice que son unas torres gigantescas que están de pie sobre las aguas del océano tal cual sí estuvieran cimentadas a ellas y que adentro albergan toda clase de tesoros. Muchos dicen que son mágicas y otros que están malditas.— Aun así, simples rumores bastaron para despertar el interés cuando se abrió la posibilidad de una expedición.

EhlyfgarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora