Capitulo 7

443 35 18
                                    

(7)
LA RATA ESTÁ LOCA



Marzo 25, instituto secundario River, 2:00pm

Aritz ató su cabello en una coleta alta acomodando sus rizos pelirrojos, tomó la pelota de voleibol he hizo uno de sus increíbles saques. Seguí mirando hacia arriba, hacia el cielo de Rivenst, todo se veía pálido y gris; incluso cuando no estaba nublado, el cielo parecía fantasmal. Aquentia era hogar de nubes grises, pueblos pequeños con tradiciones, leyendas y casos que te erizaban los vellos del cuerpo. Era increíble la forma en como todas las personas de esta zona vivían con ello, como si nada extraño pasara a menudo, como si nadie desapareciera cada mes.

—Müller ¡muévete! —gritó Aritz cambiando de posición y sacando la pelota hacía el otro extremo de la cancha.

Deportes era la última clase del lunes. Mis compañeras habían comenzado a calentar pasándose los balones de voleibol antes de que sonara la campana de las 2 y el profesor Giguenzon (nuestro profesor de religión) impartiera nuestras horas de clases como si supiera de deportes. Lo único que sabe decir es que demos la vuelta a la cancha durante diez minutos (minutos que nunca puedo hacer) y luego nos hace jugar al voleibol hasta la hora de irnos a casa.

Otro día no me quejaría por hacer algo de deportes, pero solo habían pasado dos días y aún el cuerpo me dolía como si un camión me hubiera arrollado. Aunque nada podría ser peor como el domingo por la mañana cuando creí que alguien me había aplastado la cabeza con un martillo.

El timbre sonó, caminé hacia la cancha en dirección a las gradas, no aguantaba mis piernas. En el fondo de la cachan, la directora cruzó las puertas con unas carpetas en las manos, más atrás un hombre alto con un pantalón deportivo le seguía la sombra, no era el profesor Giguenzon...

Tropecé con mis propios zapatos y tuve que detenerme a mitad de la cancha, pues quien hablaba con la directora era... Bueno, que ni siquiera pude pronunciar su nombre en mi mente cuando de repente sentí un golpe que me hizo caer hacia atrás. De reojo la pelota de voleibol cayó finalmente al suelo.

Vaya mierda.

—Max ¿estás bien? —Clarisa Ruffman hizo acto de presencia.

Nada había cambiado en un año, Clarisa seguía siendo la chica más chismosa y entrometida del pueblo. Sin embargo, después de la desaparición de Zoe, parece que ella asumió que si me perseguía a todos lados cuando me viese, lograríamos ser amigas, como si mi situación actual le dijera que deberíamos juntarnos. Hace tres años era la chica come libros, hace dos la mejor amiga de Zoe, y ahora, solo un fantasma que se paseaba por los pasillos en compañía de nadie (si es que Clarisa no está al acecho) Clarisa no es que me desagrade, pero ahora prefería estar sola, aunque no me gustase la soledad.

—Atención, chicas —anunció la directora, todas mis compañeras se irguieron ante su presencia, yo todavía estaba en el suelo sobándome la cabeza con el temor de darme otro golpe en lo que quedaba de tarde.

—¿Te encuentras bien? —una mano conocida se extendió en mi dirección. Aquella mano era la de Tristán y él por supuesto, no esperó a que le tomara la mano, sino que me la tomó y me alzó. Quedé muy cerca de su pecho, esta vez cubierto por una delgada tela de una chemise de algodón azul oscura.

—De maravilla —mascullo sacudiéndome el deportivo. Una vaga, pero ligera sonrisa había perpetrado en su rostro, mis compañeras me observaron inquisitivas como si les estuviese robando a su próxima presa.

—Profesor Berrycloth, le dejo —le cede el puesto la directora yéndose a su despacho después de haberle dicho algo a mis compañeras que verdaderamente no escuché. Desde lejos, me le quedé viendo el meneado de su culo cadavérico de cincuenta años, como si fuese la mujer más atractiva del pueblo. Qué horror.

La última noche de primavera  ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora