Nueve vidas en un mes

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Estaba, casi literalmente, enloqueciendo. Mientras miraba por las rejillas de la caja portátil al exterior, pensaba por qué razón tenía que pagar de esta manera. No sólo sufrí en vida, por supuesto. Tenía que sufrir también en una forma animal, y tragando y regurgitando bolas de pelo cada vez que se ponía.

Pero claro, a los Dioses le gusta ver a los de mi clase sufrir.

Con una mirada apenas, logré darme cuenta de que el centro comercial estaba lleno de gente. Habían niños corriendo, música sonando y parecía que la diversión alimentaba cada persona allí. Lo hubiera disfrutado siendo humana, pero justo ahora, con un lazo color celeste alrededor de mi cuello y las uñas pintadas de azul, definitivamente que no. Lo odiaba.

Parece ser que era la concursante número quince —según lo que pude escuchar—, entre los treinta participantes que quedaron seleccionados. Si hacemos repaso mental, caeríamos en cuenta de que no hace mucho, Kohaki decidió ponerme a posar para algunas fotos, y pareció algo tan irresistible para el jurado ver mi "personalidad" proyectada en cada imagen.

Vaya molestia la que me nació al saber que tenía que venir acá y verme linda, para ganarme un concurso del cuál no quería tener nada que ver.

Solté un maullido, mordiendo la rejilla que me impedía escaparme. Me sentía más frustrada de lo que nunca en mi corta vida había estado jamás. Y no podía creer, que una de mis mayores frustraciones, se fueran con el hecho de que era un remilgado, malhumorado y despiadado gato. Gata, mejor dicho. El punto es.. Que lo odiaba.

Koa alzó mi caja hasta dejarla sobre una mesa, y pude ver al menor de los hermanos asomarse con una gran sonrisa puesta en su cara. Su gesto me sentó mal en el estómago, y, cuando abrió la puerta, eché un chillido dispuesta a irme a la fuga. Koa me detuvo, y, como toda gata mañosa, le metí un mordisco hasta romper un poco su piel. Lo escucho quejarse, pero no me arrepiento de nada mientras me dejan en el suelo, con la correa atada a mi cuello.

A lo lejos, entre la gente, pude observar como Agatha se estaba comiendo un helado. Alzó una mano para saludarme, y se acercó hasta donde estaba como si flotara. Se sentó junto a mí, con las piernas retiradas sin dejar de comer.

—Estos festivales me gustan mucho.

No la miré, estaba enfurecida.

Escucho como deja ir un suspiro profundo, antes de dejarse caer por completo acostada en el suelo, aún así, pude darme cuenta de que en realidad estaba flotando a unos centímetros del piso. Sus ojos fueron a los míos, y me analizaba con tanta cautela como si buscara algo en mí. Al final, soltó un suspiro desganado y desvió la mirada hacia otro lado, con el gesto apagado.

—Te queda poco tiempo, Kanna —su voz sonó pasiva, pero realmente había un dejo de preocupación en ella—. ¿Haz hecho algo?

Sacudo la cabeza.

Una de las tantas razones a las que le debía mi mal humor, era al no encontrar la respuesta. Quería que todo esto acabara, quería que mi alma descansará en paz por fin y morir con la calma. Pero no había adelantado nada. Sólo sabía que Koa era mi objetivo, sólo pensaba que debía hacerle bien, pero él no mostraba nada. Ni siquiera Hak, que al parecer era su amigo más cercano, podía encontrar una explicación a lo que yo tenía en mente.

Según él, Koa estaba bien. Pero yo sabía que no era así.

—Estoy estancada —murmuro, fijando mi atención en los globos inflados con helio, de todos los colores, que adornaban el lugar—. Sólo soy un maldito gato. Por cuánto tiempo, no sé, pero parece que mis nueve vidas se fueron en menos de un mes.

Muy lejos de reír por mi mala broma, Agatha fijó su mirada en otro punto lejano. Su helado había desaparecido y limpiaba sus dedos con una servilleta de papel, con la precaución y delicadeza que podría ser digna de una Diosa.

—No quiero asustarse, Kanna. Pero si no encuentras tu propósito como Ao, no podré hacer nada. Las manos vendrán por ti y no habrá fuerza sobrenatural que te ate a este o algún otro lugar para liberarte de ellas. Irás a parar al vacío, y, realmente, no te deseo eso.

Sentí su caricia sobre mi lomo, antes de ver como se inclinaba y dejaba un casto beso sobre mi cabeza.

—Si me dijeras, al menos...

Negó—, es cuestión de que seas tú quién lo descubra. No yo ni nadie más.

Se desapareció con un chasquido.

Los gatitos hacen miauDonde viven las historias. Descúbrelo ahora