Sólo los gatos saben decir "miau"

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Fue una reacción en cadena. Una que nunca hubiera esperado.

Mientras las manos apresaban mi cuerpo, podía sentir a Koa intentando llevarme con él. La lucha de tira y afloja era frustrante, y quería gritarle que me soltara y me dejara ir. De hecho lo hice, pero su negación fue rotunda hasta que logró liberarme.

Caí contra su pecho, mientras escuchaba como el millón de manos oscurecidas y cubiertas de niebla, parecían sisear mi nombre y decir distintas cosas en otra lengua. Estaba bastante asustada para querer prestarle atención a Koa, pero lo hice. Mientras las manos nos rodeaban, manteniendo un perfil bajo, los ojos del susodicho no se apartaban de mí.

Era sorprendente que aún me recordara, a pesar de los cambios físicos que tenía. Pero lo hacia. Me había reconocido y, no conforme con ello, me había salvado —por los momentos— de las manos que esperaban reclamarme con ansias.

—¿Por qué...?

—Ahora no es tiempo —ambos dimos un brinco sobre nuestros ejes, mientras Agatha se hacia paso hacia nosotros. Su rostro estaba serio, y su cabello se mantenía recogido en una escueta trenza echada sobre su hombro. Había algo en sus ojos, una chispa entre felicidad, fuerza, rabia y fortaleza—. Al menos no eso, no ahora. Tu objetivo siempre fue Koa. Ahora resuelve tus asuntos. Sólo tienes una oportunidad.

Con eso, chasqueó los dedos y todo a nuestro alrededor desapareció.

Reconocí de inmediato el lugar en donde estábamos. Lo reconocí, porque fue aquí donde había hecho mi trato con ella. La Diosa de las vidas me había dado una oportunidad. Quizás otra más, al meterme aquí mientras ella se enfrentaba a sabrá Dios qué.

Sin embargo, quién aún no asimilaba la situación, era el chico que tenía frente a mí. Mirándome como si fuera un espécimen ajeno a este planeta.

—¿Eres... tú?

Guardé silencio, sintiendo que no tenía caso confirmar o negar algo que era tan obvio. Dejó ir un suspiro, antes de llevar sus manos a su cabello y jalar las hebras completamente conmocionado.

—¡Claro que eres tú! —Gritó—. Es el mismo tono de piel, el mismo cabello, los mismos ojos. Eres tú. Tú. Tú.

—Entendí.

Hubo una pausa, pero no lo suficientemente larga como para volver la situación incómoda.

—¿Estás... viva? Todo este tiempo, ¿tú...?

—No. —Sacudo la cabeza, sabía a qué se refería—. Mi vida acabó ese día. Esta que ves acá es... ni siquiera yo misma sé que podría ser. —Su gesto se arrugó, la confusión haciéndose clara en sus rasgos de porcelana—. Sólo sé que volví a ti para salvar mi alma. Y creo que la forma de hacerlo, era en realidad salvando la tuya. No hay nada que salvar de mí —la voz me salió cargada de pena—, realmente mi tiempo ya ha acabado. Pero tú tienes una vida por delante. Y debes seguir con ello. Debes salvarte y ser fuerte. Y... superarme —tragué grueso, el nudo en mi garganta ahogándome—. Quiero que vivas, Koa.

—Lo que viste ese día... lo que sucedió...

Alcé una mano, interrumpiendo el flujo de palabras que abandonaba su cuerpo.

—Lo sé todo. —Sonrío, tan divertida ante lo que voy a decir—: yo soy Ao.

—¿Tú eres... Ao?

Asiento.

—La gatita que llegó a tu ventana. Y la que profesaba mi odio hacia ti porque realmente no te entendía.

—¿Todos los gatos son cómo tú?

Me encogí de hombros—, quién sabe.

—¿Por qué?

—La mujer que viste antes de venir aquí, fue la que me dio la oportunidad de hacer las cosas bien. Pero mi tiempo había llegado y esas manos me estaban reclamando. Aunque Agatha intervino... —la duda se sembró en mi cabeza, debía preguntarle—. Pero creo que estoy cumpliendo ahora el propósito que me impuso para descansar en paz. Sólo debo... no, sólo debes dejarme ir.

Su mano fue directo al bolsillo de su mono, antes de sacar el pequeño obsequio que yo le había hecho aquella vez, con tanto amor. Aún lo llevaba consigo, pero sabía que no era por cuestiones de recordarme amenamente. Era para torturarse tontamente. Para echarse la culpa de mi muerte. Para intentar buscar la suya propia.

Quizás era por su culpa que no podía descansar en paz, porque aún lo sentía dentro de mi pecho. Y aunque era algo que por obvias razones no pensaba decirle, confesar lo que estaba confesando me hacia sentir en paz.

Sabía que guardaba esa pulserita, porque la vi una noche.

Pero quiero que la deje ir. Quiero que me deje ir.

Di un paso hacia adelante, apretando sus puños con cariño. Le di una sonrisa suave antes de apretar mis brazos a su alrededor. Me correspondió de inmediato, y cuando escuchamos la pulserita caer al suelo, todo se desvaneció.

Los gatitos hacen miauDonde viven las historias. Descúbrelo ahora