Epílogo

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Koa

Mis dos hijas mayores estaban inquietas, mientras que mi esposa cargaba a nuestro hijo menor en brazos, el cual dormía plácidamente acurrucado al pecho de su madre. Le sonreí a ella, antes de dejar un beso sobre la frente del bebé, y acercarme hasta los pies del árbol que había sembrado cuando aún era un adolescente. Había dejado los restos de Ao, la gatita y portadora, que salvó mi vida.

Que nos salvó la vida.

Tardé mucho en entenderlo. En entender el significado de la vida o el valor de lo que era vivir. Y lo comprendía perfectamente. A duras penas lo entendí a la primera, pero ahora, que me sentía pleno, era más entendible.

Tenía mis etapas de duelo, mis momentos difíciles y demás. Pero no era igual que cuando era un adolescente. Y no tenía que preocupar a mis padres ahora, cuando se las hice ver difícil mientras pasaba mis momentos duro solo. Y ese fue mi problema. Que asumí que podía pasarlos solo. Creía que el mundo estaba en mi contra, y que todos no podían entender lo que sentía, pero no los dejaba a ayudarme a entender, lo que ellos sentían. A primera instancia no lo entendía, pero fue cuestión se mucho trabajo, que lo comprendí del todo.

Si bien es cierto, cuando uno entra en etapas difíciles, siente que lo mejor es cerrarse en sí mismo. Pero no es así como se cura la depresión, al menos a mí no me resultó de esa manera. Cada quién tiene un problema, y no importa el grado de gravedad; no deja de ser un problema. No deja de ser importante buscar su solución. Y quise solucionar el mío, después de todo.

La noche en la que vi a Kanna, lo comprendí todo. Me estaba reprimiendo, dependiendo también de algo que la mantenía prisionera. No sabía que al echarme al hueco a mí mismo, traía a otros conmigo. Y no me importaba, ni era consciente, porque sólo creía en lo que pensaba yo.

Tuve que soltar su recuerdo para empezar a curarme.

Tuve que dejar de echarme la culpa, para entender que no era mi culpa.

Tuve que respirar profundo y perdonarme y amarme, para sanarme.

Sentí su despedida a través de Ao, justo en el amanecer el día después de su cumpleaños. Podía saber que se estaba yendo a descansar en paz, y su paz era tan contagiosa que llegó a mí. Mientras miraba el sol salir, con la gata entre los brazos, mis padres me encontraron. Lloraron con desconsuelo y eso me rompió el corazón en dos pedazos, luego en pedacitos.

Pero ahora estaba bien. Me sentía pleno y era feliz.

Sonrío antes de caer sentado frente al árbol de cerezos. Recosté mi espalda a él, antes de caer acostado en la grama por completo. Muy cerca de la punta, estaba aquel regalo que Kanna pensaba darme el día de su accidente.

Era un niño en ese entonces. Ahora soy un adulto.

La recuerdo con cariño. La recuerdo con amor. Y recuerdo esa fiel sonrisa y esa amistad sincera que nunca nadie me dio, como me la dio ella.

Me sentía tan bien.

—Papi, ¿jugamos? —La mayor de mis hijas cayó sobre mi pecho, abrazándome con toda la fuerza que según podía tener.

Me mordí la lengua, conteniendo una risa.

—¿Qué podría ser?

—¡A pelota! ¡Pelota! —la menor aplaudió, llegando hacia mí con un pequeño balón en sus manos. Lo dejó en el suelo antes de darle una patada y reír. Mi esposa soltó una carcajada, mientras sacudida la cabeza a lo lejos.

Me levanté, y, en vez de hacer lo que la menor de ellas pedía, arrugué la cara en un gesto macabro y grité "soy un monstruo", antes de empezar a perseguirlas.

Los gatitos hacen miauDonde viven las historias. Descúbrelo ahora