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Hay tres cosas que temer en Istralandia: la primera es el desierto y el Confín, la segunda son reyes ambiciosos que quieren más de lo que tienen, y la tercera son los Ashyan, espíritus que devoran humanos y manipulan a la gente hasta...
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An'Istene pensaba que debió morir en las montañas.
Que debió perecer ahí, que no debió descender, que no debió escapar, debió morir entre la nieve y la roca oscura, entre huesos y buitres, entre nada más que silencio y oscuridad, y ser olvidado para siempre.
Tres descendimos en invierno. Tres escapamos de ahí. Sin embargo, mientras An'Istene susurraba veneno, mientras gritaba su odio, mientras se desangraba con una espada negra en su abdomen, no supe a quién se refería.
¿A mí? Que había clavado esta espada. ¿A quién me la había dado? ¿O a la sangre que destruyó su legado? Quizá a los tres.
Tanto él, como yo, sabíamos cómo había llegado esta espada a mi mano. Y en este páramo helado, donde la oscuridad menguaba entre el invierno y el verano, donde terminaba su historia de un milenio, donde ambos desapareceríamos para siempre junto a los pilares de un viejo reino, la nieve me recordó a él... a la historia de quien me dio esta espada.
En Istralandia, los cuentos comenzaban mencionando la espada del Rey Buitre y cómo él rompió Oscuridad Menguante en el Confín y la obligó a la permanencia. Para aquellos con una devoción inalterable ante miles de plumas de buitre y miles de años, las historias se contaban hablando de An'Istene alzándose en el este. Sin embargo, para aquellos que han visto más que dioses y reyes, los cuentos comienzan distinto, comienzan con los sueños y los susurros de los Ashyan.
Sucedió tiempo atrás.
En Vultriana, una noche de inicios de primavera, la belleza y el ambiente festivo en la plaza central dentro de las murallas de Vultriana no podían ocultar el sutil olor a metal y a sangre. Las linternas de papel para An'Istene se agitaban con el avance de la comitiva, se reflejaban tenuemente en las armaduras de los soldados. Los faroles iluminaban el resto de los rincones y los balcones en las cuatro torres que rodeaban la plaza. Los mercaderes y los nobles, desde las torres, vitoreaban y arrojaban flores blancas que solo podían ser cultivadas en los palacios de Floriskitria, pero además de ellos, no había ni una sola gota de emoción en las caras de la gente.
«Purifica a quién tocó tierras antiguas con las flores para los In'Khiel», era la excusa para que en una noche así hubiera una comitiva. Porque aquella noche, no solo no solo se celebraba el Festival de Flores para An'Istene, el inicio de la primavera, sino que también había un desfile por el regreso del príncipe de su viaje a las montañas para profanar los templos de un viejo rey.
Era patético pensar que a pesar de todo lo que había ocurrido en esos veintidós años, una tradición así había sido tan bien grabada en Istralandia que incluso la nueva sangre la celebraba después de mancillar las reliquias de quien la estableció por primera vez: Kirán.
Y quizá solo por ser nueva sangre, era que habían permitido que tanta gente de fuera de las murallas entrara aquella noche para ver aquella mezcla entre costumbres viejas y nuevas. Con el trote ligero de los caballos, con los vítores y tambores, con la risa y el aplauso de los nobles y los ricos, mucha gente que solo se limitaba a observar rezaron a su lado pidiéndole perdón a An'Istene y a los In'Khiel por lo que estaba sucediendo, y también aprovecharon para pedir bendiciones para sus propios hogares. Al parecer, a las únicas personas que les importaba celebrar que el príncipe había regresado sano y salvo era a la propia comitiva del príncipe.