7.3. Residuos de un recuerdo

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Con una espada negra cubierta por una fina capa de hielo cuya punta tenía prohibido tocar el suelo, entre montañas heladas y en los jardines cubiertos fuera de un templo de roca negra, un guardián sin nombre vestido de negro resaltaba entre la nieve

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Con una espada negra cubierta por una fina capa de hielo cuya punta tenía prohibido tocar el suelo, entre montañas heladas y en los jardines cubiertos fuera de un templo de roca negra, un guardián sin nombre vestido de negro resaltaba entre la nieve. Ni un solo buitre, águila o conejo sabían si rezaba a un dios, si estaba soñando por una vida mejor o si simplemente inhalaba el aire helado del invierno.

Su nariz había enrojecido, y sus manos estaban hinchadas por sostener una hoja de metal helada por tanto tiempo. Con los ojos cerrados y la nieve a su alrededor, aguardaba a que alguno de sus maestros fuera a indicarle que era suficiente.

Silencio. Olía a putrefacción.

Abrió los ojos, pero no había nadie que le dijera qué hacer, si debía levantarse, si su castigo había terminado, si debía quedarse aquí el resto de la eternidad. Nadie que le diera una respuesta.

Tuvo un sueño.

Pero para un guardián que no debía poseer ni anhelar nada, era egoísmo, sacrilegio, impurezas de la mente e ideas que debían ser purgadas con phens, con fuego, con los picos de los buitres y con castigos.

Deseó demasiado.

Había deseado tanto y ahora aquel sueño profundo se desvanecía, se iba volando y lo dejaba a él solo entre la nieve blanca y nubes grises, incapaz de seguirlo, incapaz de mirarlo por más rato.

¿Cuál era ese sueño?

«Recuerda tu propósito aquí. Que Kirán te perdone».

Él no lo perdonaría y An'Istene tampoco. Era un guardián, el último y anheló sin el derecho de hacerlo. Solo quedaba cumplir sus labores como sus maestras pidieron, jamás volver a soñar algo solo para él, jamás escapar de nuevo, morir y pudrirse solo en aquella montaña.

«Si jamás hubiera nacido...».

No tendría que pensar en nada, no pensaría en nada, al menos podría tener un poco de paz.

Había un tenue olor a cabello chamuscado.

—¿Ashe...?

—¡Ashe!

Voces sin sentido. Miles de voces cuyo eco reverberaban entre la roca negra.

—Guardián.

Él abrió los ojos y encontró una figura que creyó que no volvería a ver. Era la maestra mayor, con sus ojos gélidos y su boca siempre en una fina línea entre la molestia y el asco. El guardián alzó la cabeza cuando ella se acercó.

—¿Hasta ahora decides volver? —preguntó ella.

Él bajó la cabeza. Aferró la espada, aunque quemaba sus dedos y cerró los ojos para aguardar el golpe, pero este jamás llegó. Extrañamente, ella le quitó la espada de las manos con delicadeza. Cuando abrió los ojos, ella estaba limpiando la hoja con su capa.

Los susurros en el desierto y el espíritu blanco | El Legado Solar #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora