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Hay tres cosas que temer en Istralandia: la primera es el desierto y el Confín, la segunda son reyes ambiciosos que quieren más de lo que tienen, y la tercera son los Ashyan, espíritus que devoran humanos y manipulan a la gente hasta...
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Buitres en el cielo, aves de plumaje oscuro que liberaban el alma del cuerpo y de la tierra misma, aves que la llevaban al sol, que limpiaban la putrefacción de los huesos. Mensajeros de algo inevitable. En el templo, sus grajeos, graznidos, sus aleteos podían escucharse desde dentro, al igual que la carne desgarrada. Después de la muerte, llevaban alivio y descanso al muerto y al mundo que lo tocó.
Por eso, cuando a Kirán lo proclamaron Rey Buitre, fue irónico y risible. Sus seguidores bajaron las manos en forma de plegaria a un simple mortal que jamás entendería más allá de lo que veía, que temía lo que los buitres significaban, que pecaba de haberlos alimentado él mismo a pesar de temerles.
Kirán no era rey de ningún buitre. No había limpiado ni un solo hueso, ni había purgado al mundo de la putrefacción. Solo sembró una lenta semilla que corrompería las entrañas de Istralandia, una percepción de depredador a un carroñero, una semilla cuyas raíces crecerían en tierras ajenas.
Kirán se autoproclamó el rey de su mayor temor...
El único consuelo era que sobre aquella lenta semilla que pudría lentamente tierras robadas para su sangre, quedaban tierras salvajes y viejas donde todavía se escuchaban viejas canciones, plegarias antiguas en extensas llanuras. Quizá los buitres no las escucharon, pero sí un halcón de capa negra, garras en forma de espada y máscara negra que solo mostraban un par de ojos castaños.
El halcón cabalgó con su máscara de obsidiana al norte, para enfrentarse a algo que no era un buitre, que no era divino, que no era un susurro, y que dejó de ser mortal. Un cuento antiguo solo recordado por la arena y las brasas del fuego. Un sueño.
La arena dio paso a extensas llanuras agrietadas con arbustos espinosos y posteriormente a hierbas altas que siseaban y susurraban con el paso de la caravana. Y en el cielo, los buitres volaron alto sobre ellos cerca de la ciudad de Drakán.
El resto del viaje había sido relativamente tranquilo, o al menos eso parecería si no fuera por Mariska, el sacerdote, Altan y... Ashe, porque por supuesto, cuando Mariska estaba involucrada, él también estaba ahí. Adhojan había tenido que acostumbrarse a no estar tranquilo más de dos minutos antes de que cualquiera de ellos lo molestara de una forma u otra. Y no dejaba de preguntarse por qué había sido tan idiota como para aceptar la petición de Altan, que el sacerdote lo acompañara y la promesa de Mariska. También se arrepentía de haber buscado a Mariska en Vultriana en lugar de simplemente tomar el barco. Pero eran unos de los muchos, incontrolables arrepentimientos que no le daban opción más que acostumbrarse a vivir con ellos. Al menos podía jactarse de eso frente a su hermana...
Lo cierto era que Mariska se estaba vengando de él. Recordaba bien como era ella cuando eran jóvenes, pero jamás imaginó que de grande sería peor. En los últimos días, sus bromas habían ido desde despertarlo antes que el resto, ponerle insectos al dormir, dibujar en su rostro mientras dormía, contarle a Ashe historias vergonzosas de él. La peor parte era Ashe como su cómplice. En especial porque era difícil tener cuidado cuando ni siquiera podía escuchar sus pasos.