Capítulo 19 Luciérnagas y grutas

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Capítulo 19 Luciérnagas y grutas

El agua del arroyo se teñía rojo a medida que Leila se sumergía. La cantidad de sangre que cubría su cuerpo era suficiente para volver carmesí la plácida y cristalina superficie. El río mojaba su cuerpo desnudo y con sus manos, Leila frotaba su pálida piel para eliminar los residuos de sangre seca impregnada en todo su cuerpo. Su cabello empapado chorreaba gotas traslúcidas de carmín y poco a poco iba adquiriendo su total negrura.

Una vez limpia, Leila se volvía a ver hermosa. Con la ingesta tan grande de sangre estaba completamente repuesta y lucía radiante. Era una visión etérea, casi parecía celestial. Se bandeaba de lado a lado con cadencia en el río como sí su sola presencia allí fuera un espectáculo para la naturaleza circundante. Era cómo una danza sin pareja donde ella se jactaba de su belleza y perfección.

Leila acariciaba su piel de una manera impúdica y sensual. Con sus finos dedos se recorría entera provocando sensaciones placenteras que pensaba se habían ido con la huida de Leonardo.

—¡Maldito Leonardo! ¡Mil veces Maldito!—, Leila golpeaba iracunda la superficie del agua que salpicaba al instante y aquel momento de gratificación personal se disipaba al ser empañado por una gran ira.

Ya habiéndose bañado, la mujer de cabellos de ónice salía del agua y se ponía un vestido que había tomado de un tendedero en la villa que había arrasado el día anterior. No era el más hermoso, pero no estaba roto ni cubierto de sangre. Era una túnica ceñida de lana, color vino y ajustaba muy bien a su silueta. La antigua dueña debió haber sido una mujer joven, pues mostraba un escote relativamente bajo y redondo con unos detalles de flores simples en color azul añil. En sus pies colocaba unas sandalias de cuero algo desgastadas, que de igual modo había logrado salvar de entre los escombros de alguna cabaña de aquella aldea, pero que resultaban perfectas para caminar por las empedradas veredas del bosque sin ensuciar sus pies.

De esa manera Leila caminó por el denso boscaje por varias horas. Ya el sol se comenzaba a poner y debía buscar un sitio oculto para resguardarse. Aunque no necesitaba dormir, la revelación de la existencia de otras criaturas tan aterradoras y peligrosas como ella le había indicado que en la noche era mejor buscar o la rama de un árbol alto o una caverna donde ocultarse. Y ya no teniendo que cazar por varios días pues estaba más que satisfecha, decidió entonces localizar un recoveco oscuro donde recostarse para pensar que haría por el resto de su eternidad... Seguir vagando como una vampiro ermitaña por los bosques de Germania no era la visión que tenía de una vida digna de una condesa.

La mujer avanzó unas cuantas millas más bordeando el caudaloso río. La oscuridad comenzaba a apoderarse del lugar. Los insectos de luz revoloteaban de un lado a otro encendiendo y apagando sus cuerpos diminutos de manera intermitente. Nunca había visto tantos juntos como ahora. La última vez que vio a las luciérnagas fue durante una estadía en la villa de unos duques amigos de su familia a orillas del lago Constanza. Recordó una noche en la que su padre, el conde de Argengau, Lord Svangen, su hijo Rigbert y ella, navegaban en la embarcación-velero del duque por las plácidas aguas del lago. A su mente llegaron las imágenes de los insectos de luz revoloteando en la orilla del lago sobre las altas yerbas que crecían en las tierras pantanosas que bordeaban el hermoso cuerpo de agua enclavado en el centro de un valle fértil y de actividad económica importantísima en la región.

En esta ocasión, Leila juraba que el cielo estrellado había bajado a la tierra y los luceros parpadeaban aleteando fugaces y juguetones por toda la orilla del río. Aquello le pareció hermoso e inconscientemente comenzó a correr y a jugar en medio de la nube de insectos de luz como una chiquilla. Dejaba atrás aquella criatura infernal y por vez primera disfrutaba de un sentimiento de libertad genuino.

LeilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora