Capítulo 26 Muerte a la Pelinegra

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Capítulo 26 Muerte a la Pelinegra

Las antorchas de los aldeanos interrumpían en hileras serpenteantes la oscuridad de la noche. En la distancia, se escuchaba los gritos de la iracunda multitud que reclamaba la vida de la bruja bebedora de sangre que habitaba el castillo de Regensburgo. Leila pagaría esa noche muy caro el precio del error cometido por los generales vampiros al convertir a sabiendas a Lynnah en un ángel vampiro. Claro que ella también tenía parte de la culpa, bien que pudo haberse negado.

Poco a poco el gentío se acercaba vociferando por el camino del bosque y ya estaban a unos pocos cientos de metros de las murallas de la fortaleza. Eran varias centenas de hombres, unos a pie y otros a caballo, armados con rudimentarias herramientas de agricultura y arcos con flechas. Entre ellos, habían religiosos, que seguían con recelo a este grupo de aldeanos que creían firmemente en que Leila era la culpable de todas las desgracias y horrores que habían caído sobre Regensburgo; monstruos bebedores de sangre, ángeles, demonios, aldeas enteras arrasadas y sus habitantes brutalmente masacrados y una condesa, que a pesar del tiempo no envejecía. Y entre los religiosos, había unos pertenecientes al más alto clero; los inquisidores.

Montados sobre sus corceles, en medio de la horda de campesinos, los soldados del ejército romano, flanqueaban a los cardenales y obispos. Al frente de ellos, venía Bernardo Gui, el recién instalado Obispo de Tolosa. En Francia había acabado con todos los herejes y paganos y todo aquel que se iba en contra de los dogmas de la Santísima Iglesia Católica Apostólica y Romana. Y luego de haber liderado las filas de la Inquisición Española, los mitos de demonios bebedores de sangre, aquellos descendientes de Lilith, lo traían hasta tierras germanas. La leyenda de esta Leila Von Dorcha, antigua condesa de Suavia, mujer vampyr que había recorrido todo el imperio para saciar su sed de sangre y poder, era una que lo había fascinado. Y luego de que su predecesor el inquisidor Monseñor de Guzmán la había tenido tan cerca en Ulm, era su deber como el más alto representante de la orden de los Inquisidores acabar con este engendro del mal.

Ya sobre la colina se podía divisar la muralla externa del castillo de Regensburgo.

—¡Adelante, fieles guerreros de Cristo!— gritaba el inquisidor a Gui alentando a los campesinos a seguir adelante y los miserables respondían con un grito de guerra. Necesitarían todos los hombres necesarios para poder derrotar por fin a Leila Von Dorcha. Una sonrisa se dibuja a en su rostro al pensar que esta vez, atraparían a la Von Dorcha—. Esa mal nacida. Esta vez no se escapará—, le decía al obispo que cabalgaba a su lado, Monseñor Rudrich.

—Aún me parece inverosímil todo esto; ángeles, demonios, brujas y vampiros... El que se manifiesten a los mortales de manera tan recurrente. Y estas leyendas que se vuelvan realidad. Me parece todo muy difícil de creer.

—Pues créalo, monseñor. Dios no se limitó en la creación. La Biblia solo nos da lo que queremos profesar de la obra, vida y milagros de nuestro Señor Jesus... Y los apócrifos se acomodan acorde a la conveniencia del clero. Pero la iglesia ha invertido por décadas tiempo y recursos humanos y monetarios en investigar estas apariciones documentadas por toda Europa.

—¡Pues rezaré hasta que lleguemos al hogar de ese demonio para que Dios nos guarde... O que todo sea un equívoco, solo eso, una leyenda—, esto último, monseñor Rudrich lo dijo en un suspiro.

—¡Alé!— ordenaba Gui a su corcel y ambos se apresuraban a alcanzar la multitud.

Al llegar al cauce del río que llenaba el pozo que rodeaba la fortaleza, el puente levadizo estaba abajo y los soldados no están en sus puestos. No era lo que se esperaba, pues pensaban encontrar resistencia para el ataque. Muy pocos se detuvieron a meditar lo que esto implicaba -el encontrar la fortaleza abierta de par en par a estas horas de la noche y sin guardias apostados para la defensa del ducado-. Pero la emoción fue tal que la multitud se a abalanzó a cruzar el puente.

—Me parece extraño... La puerta está abierta—, le dijo Rudrich a Gui. Ambos detenían su marcha recelosos, mientras los campesinos airados corrían en frente.

—Si... Muy extraño. Pero hay que entrar. Sólo descubriremos lo que pasa si entramos. ¡Avancen soldados! ¡Hay que cazar un demonio!

Los campesinos cruzaron el portal de entrada y se encontraron ya con un gran revuelo en medio del patio frontal de la fortaleza. Los gritos silenciaron y los hombres detuvieron su carrera en seco. Había una pira encendida con un tablón en medio. Cerca, un grupo de soldados y varias mujeres sostenían a una mujer atada fuertemente con gruesas cuerdas y cadenas, mientras otros echaban mas leña y alimentaban más las llamas con resina.

La pelinegra se sacudía con fuerza, rabiosa, intentando liberarse de su aprisionamiento. Estaba cubierta de moretones y manchas de sangre seca. En su boca un par de puntiagudos colmillos sobresalían aterrando a los recién llegados que daban un paso hacia atrás con cautela.

Los inquisidores y los soldados hacían diputados entrada con aires de superioridad. Gui miraba a la mujer de cabellos largos y oscuros con desdén mientras Rudrich permanecía resguardado tras los soldados de la iglesia.

—¿Qué...qué demonios es eso?—Rudrich preguntaba atónito mientras se persignaba.

—Es eso precisamente, un demonio. ¿Quién la ha atrapado? De seguro tendrá su recompensa en oro.

—Fui yo, su eminencia—, Romynah daba un paso en frente mientras se arrodillaba en reverencia ante Monseñor Gui—. La hemos descubierto mientras desangraba a una pobre cristiana y la emboscamos, los guardias y esta humilde servidora de la Santísima Iglesia.

Gui daba la orden para que los soldados se desmontarán de sus caballos y caminaba hacia Romynah.

—Hiciste muy bien pequeña. Serás recompensada por la iglesia y por Dios. Habremos de acabar con este demonio hoy mismo.

Romynah besó la mano del clérigo y bajó su cabeza.

—Gracias su Santidad.

—¡Tráiganla! Es hora de acabar con esto—, Gui ordenaba.

Los soldados de inmediato agarraban a la mujer vampiro por los brazos que ya tenía inutilizados por unas pesadas cadenas. Ella luchaba por zafarse agitándose como poseída con gran fuerza. Unos ojos azulosos con destellos rojos dentelleaban como dos zafiros endemoniados y de su boca salían maldiciones en lenguas arcaicas.

El inquisidor de primer orden sonreía satisfecho pues tenía frente a si por fin a la Von Dorcha. —Tus días en esta tierra han acabado, demonio maldito. No volverás a atacar ni a matar ningún cristiano en este o en otro mundo—, Gui le hablaba a la mujer con autoridad y ella gruñía como fiera salvaje y se sacudía—. ¡Legionarios, córtenle la cabeza!

Pronto, los soldados corrieron a obedecer la orden mientras los campesinos, desde una distancia segura gritaban y levantaban sus armas rudimentarias en alto. La demonio fue sometida de rodillas frente al inquisidor y uno de los soldados levantaba su enorme espada en el aire. El fuego se reflejaba en el metal lustroso a la vez que descendía con fuerza en un rápido y certero corte que cercenaba la cabeza de la vampyr. Un silencio mortuorio se apoderó del lugar y la cabeza de la pelinegra rodaba hasta los pies de Bernardo Gui. —¡Echen la cabeza en el saco dispuesto!¡El resto del cuerpo, quémenlo en la pira! ¡Hemos acabado con el demonio!

Los hombres vitoreaban y gritaban de emoción. Frente a ellos yacía el cadáver de la infame condesa de Suavia, Leila Von Dorcha.

LeilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora