Leila 29 Hostales y Rameras

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Leila 29 Hostales y Rameras

Las fogosas caricias de Bastian aún cosquilleaban en la fría y tersa piel de Leila. La vampiresa cerraba sus ojos y se dejaba llevar por los recuerdos de aquella noche de pasión. Desde que le conoció a orillas del río mientras huía de los inquisidores por el bosque le había deseado. Y la pelinegra había tenido muchos amantes pero ninguno tan fogoso y bestial como el lobo... Bueno, si hubo uno: Leonardo.

¡Maldito Leonardo Draccomondi! Logró ahuyentar a Bastian de sus pensamientos en ese instante. El conde vampiro representaba para ella mucho más que una noche intensa. Leonardo era un fantasma de carne y hueso, latente y tangible; la figura concreta del primer amor. Aquel recuerdo hecho vampiro caló hondo, muy hondo en su vida humana. Fue quien la hizo mujer y la convirtió en lo que era ahora, una criatura de la noche que no conocía diferencia entre esta y el día, pues el tiempo en ella no dejaría huella. Y aquí era que Leila rechinaba sus dientes y su boca perdía el dulce sabor a los besos del lobo. Ahora su paladar sabía a hiel... A hiel y sangre.

Para Leila, Leonardo se había convertido en el epítome de la traición y la bajeza. La había dejado sola a merced de la Inquisición española en Ulm hacía casi seis décadas atrás, pero parecía que había sido tan reciente que las imágenes se plasmaban con un sabor amargo en su mente. Y justo ese evento fortuito fue el que la llevaría a conocer a Bastian... Caliente y apasionado Bastian.

Y el canalla de Leonardo nunca más apareció, no la buscó ni envió mensaje. ¿Cómo era posible que Pelagio y Ardo habían dado con ella y él no? Ellos sabían más del conde Draccomondi que ella y eso le resultaba inaudito y le daba coraje. Era más que evidente que el no quería saber de ella... Y ella pues, decidió rehacer su vida.

Colocó tantos amantes sobre su lecho como pudo para olvidarle. Se sirvió de pasiones prohibidas y saboreó el vino dulce y efervescente de la lujuria en todas sus formas: la fuerza y virilidad masculina y el delicado néctar femenino. Tendría toda la eternidad para saciar sus más oscuros vicios y deseos carnales... Pero también tendría el mismo tiempo infinito para recordar a Leonardo... O intentar borrarle para siempre de sus recuerdos y de su piel.

Fuera la ventana del carruaje ya se asomaban unas cabañas alineadas a orillas de un caudaloso río. Llevaban más de una semana viajando entre aldeas y boscajes, cazando y alimentándose bestias salvajes para no ser descubiertos ni alertar a los inquisidores que de seguro, ya se habrían dado cuenta de la treta montada por ella y sus sirvientes en Regensburgo.

Rumbo hacia el noroeste se alejarían bastante y ya estaban llegando al poblado de Bamberg donde podrían buscar posada y alimentarse de sangre humana. Al ser una villa importante, nadie echaría de menos uno que otro ebrio.

Un camino antiguo romano guiaba a los viajeros hasta el centro del pueblo. Las baldosas amarillentas hacían que el carro se saliera de su rítmico paso y alejaran a Leila de su línea de pensamiento. A cada lado de la estrecha y rudimentaria carretera las tiendas de los mercaderes exhibían sus productos y alimentos para venta. El olor a flores, miel y frutas maduras llenaban de aromas el aire húmedo de un otoño que recién comenzaba. Los locales se veían muy animados, disfrutando de sus cotidianas faenas en el bullicioso poblado de Bamberg.

—Tienes que contenerte Waldira. Hay que esperar al anochecer para cazar. No podemos alertar a los inquisidores del rumbo que hemos tomado—, Leila le advertía a la sirvienta, que comenzaba a asomar sus colmillos al ver tantos humanos a su alrededor.

El carruaje al fin se detuvo. Albert prontamente se apeaba del carro y se dirigía a su ama, —Señora Leila, voy a adelantarme para pedir posada en el hostal.

—Ve, Albert. Te esperamos aquí. Hay que guardar las apariencias por el momento.

El sirviente vampiro entró a la posada, y a los pocos minutos estaba de vuelta para abrir la puerta de la carroza y permitir que su señora bajase.

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