Capítulo 12 Espadas e Inquisidores

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Capítulo 12 Espadas e inquisidores

-Condado de Ulm, una semana después.-


El sol se escondía tras las colinas circundantes a la rivera del Danubio reflejando sobre la tranquila superficie de sus aguas las tonalidades naranja de un hermoso atardecer. Leila contemplaba la belleza del paisaje de la región y le recordaba a su vida mortal cuando desde las colinas adyacentes a su castillo en Argengau, observaba en las tardes la belleza del lago Constanza. De eso ya habían pasado unos meses, y desde que llegaron a Ulm, poco más de una semana. Ya Leila se empezaba a sentir a gusto y conforme con su nueva vida. Tenía su propio castillo, tomado a la fuerza de manera provisional, pero no había nada de culpa en ella. ¿Acaso no era así que las naciones se habían formado? ¿No había sido así el mundo conocido no había tomado forma? Los hombres, seres pusilánimes comparados con lo que ella se había convertido, eran ambiciosos y sedientos de poder y mediante guerras y masacres habían plantado bandera tanto sobre territorios deshabitados como en civilizaciones establecidas barriendo a su paso con ciudades enteras. La sangre derramada en las guerras durante siglos había sido por puro placer y codicia. Irónicamente, la sangre derramada sobre la tierra por los de su especie, había sido mucho menor y con el solo propósito de la supervivencia.



Leila observaba sonriente el sol poniente pensando en que su vida ya tomaba el rumbo que siempre había querido, con un mejor resultado; siempre sería joven y hermosa y su hombre estaría a su lado por la eternidad para hacerla dichosa. Leonardo la complacía en todo y ella se sentía como si en realidad fuese una principessa, como el cariñosamente le decía. Le traía de comer a diario, ya fuera sangre humana o animal, pero siempre estaba abastecida. (Los sirvientes al parecer estaban aún más agradecidos con esta gesta amorosa de parte del conde vampiro, ya que esto les había prolongado la vida sin convertirse en la cena de Leila.).




Luego de ver caer el sol, Leila entró a su habitación para contemplarse en el espejo ufana. Deslizaba sus manos acariciando su fina cintura y acomodando su busto de manera pretenciosa. Su belleza era indescriptible, casi divina. Aquél vestido ajustado verde ceñido por un corsé de piel marrón, la hacía sentirse como una diosa griega. —La propia Afrodita envidiaría tu regio porte y tu belleza—, Leonardo le susurraba al oído frases de halago como reafirmando sus pensamientos.



La sensual pelinegra se volteó para abrazar a su amado Leonardo quien le regalaba con ardientes besos y caricias. —¿Qué te parece si nos damos un baño? Quiero repetir lo que hicimos en la tina la otra noche—, Leila hablaba ronroneando como una gata en celo.

—Claro. Ya el baño está listo. Pero después de hoy, vamos a tener que mandar a hacer otra tina—, le contestó Leonardo agarrándola por la cintura, dispuesto a desabrochar el vestido de la mujer. Pero de momento, el apuesto conde se detuvo y soltó a Leila. Dio unos pasos hacia atrás. Su rostro había cambiado y parecía concentrado, ladeando su cabeza como un sabueso alerta.

—¿Qué te pasa Leonardo? ¿Por qué te detienes?

—Calla mujer. ¿Acaso no oyes eso? Son caballos... ¡una caballería!

—¿Cómo? ¡Dónde!— Leila reaccionaba alterada, asustada al ver el rostro de preocupación en Leonardo, que ahora se dirigía al balcón de la habitación situada en el segundo nivel del castillo.

—Se acercan por el bosque. ¡Es un ejército Leila! ¡Vienen hasta acá para atacarnos!— Leonardo tomaba las manos de su adorada Leila. En sus ojos más que temor, reflejaba una honda preocupación por ella.

—¡Pero no puede ser Leonardo! ¡Nos han descubierto!

Mientras hablaban, ya las líneas frontales del ejército se asomaban por el banco del río. Las antorchas de los hombres a caballo destellaban en medio de la oscuridad de la noche. Leila y Leonardo observaban desde el barandal.

—Tranquila, mi amor, pero tendremos que huir.

¡Qué dices! Yo no voy a huir de aquí Leonardo. ¡Este es mi castillo y de aquí nadie me saca!— Leila se volteaba para mirar a su hombre. En el rostro de ella había determinación, sin embargo en el de él había incertidumbre.

—Pero... Leila... no vamos a poder contra ellos.

—Acabaste con una veintena de hombres tu solo para rescatarme, ¿recuerdas?

—¡Eran campesinos armados con rastrillos y palos! ¡Esto es una caballería con espadas! Leila, es la Santa inquisición... Si llegaron hasta aquí es porque saben a lo que se enfrentan y tienen las armas adecuadas... Mira... es más de una treintena de legionarios. Por favor Leila, razona. No vamos a poder contra ellos—. Leonardo trataba de convencer a Leila y sostenía su rostro para hacerla entender con dulzura.

La pelinegra caminaba hacia el barandal para contemplar la escena. En efecto podía ver que era poco más de una treintena de hombres fuertemente armados que ya habían cruzado el paso del río y se acercaban peligrosamente. Entre los legionarios había sacerdotes, obispos y hasta un cardenal.

—Este es mi castillo y lo voy a defender. No voy a perder lo que con tanto sacrificio he logrado. No pienso volver a huir... Si quieres vete y déjame. Total, ya lo hiciste una vez y me dejaste morir. Eres solo un cobarde—. Leila empujó a Leonardo hacia un lado y salió de la habitación furiosa, dejando a un boquiabierto Leonardo a sus espaldas.



El vampiro, volvió a estudiar la situación. Se detuvo a mirar por unos segundos la armada que ya estaba a una milla del castillo. Cerró sus ojos y suspiró para luego salir de la habitación detrás de Leila. Sabía que ella no quería irse de Ulm. Convencerla, con su carácter caprichoso e impulsivo, iba a ser imposible. O peleaba a su lado y defendía el castillo, o ambos morirían en el intento.

En el primer nivel de la mansión, los tres sirvientes observaban tras las ventanas. En sus rostros se reflejaba la esperanza de ser salvados. El fulgor de las antorchas los tenía embelesados. Tanto así que no se dieron cuenta que Leila estaba parada detrás de ellos.

—¡Y ustedes tres qué tanto miran por la ventana! Tenemos visita, sí, pero ni se crean que les vamos a abrir las puertas de par en par y hacer una fiesta para recibirlos. No se estén haciendo de la idea que van a hacer rescatados por que vamos a acabar con todos y cada uno de esos estúpidos inquisidores... ¡Alfred! ¿Dónde está el cuarto de armas?— Leila le hablaba últimamente al cocinero, que junto a las dos mujeres, temblaba de miedo—. ¡No te quedes ahí callado como un imbécil cocinero! ¿Dónde están las armas?

En esos momentos Leonardo entraba a la sala, donde Leila interrogaba a los sirvientes de manera no muy amigable. —¿Qué prefieres, espada o dagas?

Leila se volteó para ver que Leonardo ya traía armas consigo. Ella lo miraba con un gesto de satisfacción. El reflejaba impotencia y duda... temor, tal vez. La mujer tomó las dagas y se las acomodó en el cinturón de cuero alrededor de su corsé. Luego amarró su cabello en una cola de caballo y rasgó su falda, dejando al descubierto sus largas y torneadas piernas. El resto de la tela la tiró a un lado. Luego caminó hacia Leonardo que la miraba confundido. —¿Qué me miras así?

—¿Tú piensas matarlos o seducirlos?

—¡Ja! Lo dices por que no sabes lo que es correr en faldas.


La conversación se vio interrumpida cuando se oyó una gran explosión que hizo estremecer el castillo. Las sirvientas gritaron aterradas y salieron corriendo despavoridas de la sala a refugiarse quién sabe a dónde.

Leila se sujetaba de una pared para no perder el equilibrio. —¿Qué demonios fue eso? ¡Qué superchería es esta! ¿Son hombres de Dios o son brujos?— una histérica Leila reaccionaba al ver como todo a su alrededor temblaba.

—¡Fuego griego! ¡Van a destruir las murallas para hacerse paso! Pronto estarán aquí. Si quieres salvar tu castillo y salir con vida de esto, tienes que hacer lo que yo te diga Leila. ¿Entendiste? Nada de impulsos o tonterías—. Leonardo miraba fijamente a su compañera a los ojos reflejando una gran seriedad en su rostro. Leila sólo asintió—. Ven, sígueme. Tengo un plan—. Leonardo tomó a Leila por el brazo y ambos salieron corriendo por la parte de atrás del castillo.

LeilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora