Capítulo 23 Sangre de VirgenI
Las ruinas de una antigua fortaleza se levantaban, débiles pero triunfantes en medio del boscaje. Las paredes empedradas y húmedas cubiertas por una capa de musgo y hiedra alojaban en los huecos dejados por las guerras y el paso del tiempo colonias de murciélagos y otros animales nocturnos. La luna alumbraba con sus rayos blanquecinos el claro del bosque y pintaba de tonos platinados las murallas avejentadas del castillo abandonado.
El murmullo de un riachuelo interrumpía el silencio sepulcral que imperaba aquella noche en el pedazo de bosque. En la humilde aldea cercana, los habitantes dormían un sueño profundo y despreocupado, ajenos a lo que en aquellas próximas horas habría de acontecer. La muerte acechaba, amenazando con acabar con sus pacíficas vidas.
Ardo, Pelagio y varios guardias vampiros aguardaban escondidos en las ruinas orquestando el próximo movimiento a seguir en aquella noche, la primera de muchas en la región de Regensburgo.
—Ya es hora—, habló el general Ardo al resto de la cuadrilla.
Pelagio asintió con un movimiento de cabeza y ciñéndose su espada al cinto le ordenó a los otros cuatro guerreros que salieran de aquella recámara empedrada apenas provista de techo en la cual se encontraban.
El grupo de vampiros avanzaba en medio de la oscuridad de la noche por la foresta. Tal cual una escena dantesca, los seis hombres aparecían imponentes, perfectos en su avasalladora presencia. Altos, bien formados, como héroes griegos cincelados por la mano de algún dios perverso y ataviados con unas ligeras túnicas y con bragas ceñidas a sus perfeccionados cuerpos. En medio de aquella oscuridad, los ojos destellantes, cual carbones encendidos, eran los ojos cazadores de animales depredadores nocturnos... y aun caminando a toda prisa, por un suelo escabroso, sus pasos sigilosos no emitían en sus pisadas el menor ruido.
Pasados unos segundos, ya habían llegado a la aldea cercana. En medio de las paupérrimas cabañas, una hoguera se extendía. Sus maderos rojizos aun incandescentes despedían un humo negruzco que se elevaba al cielo, donde una luna llena y gibosa alumbraba el patio central de la villa. Los vampiros se esparcían rápidamente por el lugar. Un momento más tarde, se escuchó un primer grito desgarrador que quebraba el silencio y la quietud del bosque.
Los aldeanos salían corriendo de un lado para el otro. Hombres, mujeres y niños estaban siendo masacrados, despedazados en segundos para convertirse en alimento para los demonios bebedores de sangre.
Dentro de una de las cabañas, Ardo acorralaba a una de sus víctimas. La mujer clamaba por su vida entre llantos y gritos. En el piso yacían los cuerpos decapitados de un bebé y una niña pequeña ya desangrados. Ardo asomaba sus colmillos amenazantes y corrió hacia la mujer para atacarla. En esos instantes la mujer sacó una daga de entre sus faldas y la empuñó con ambas manos hacia el frente.
Gracias a sus impresionantes reflejos, el general vampiro se detuvo en seco a unos pocos milímetros de la punta de la filosa daga evitando que ésta se clavara en su pecho. El legendario príncipe sonrió y agarró con fuerza las manos temblorosas de la mujer. Sus ojos, fulgurosos rubíes endemoniados la miraron fijamente estudiando su cándido rostro de adolescente.
—Valiente la niñita... Y esa daga de plata, ¿la hiciste tú?—, Ardo inquirió en un tono escalofriantemente paternal. Entre sollozos, la jovencita asintió con su cabeza—. Muy bien. Tienes talento... y mucha suerte, creo. Esta noche no morirás. Vendrás conmigo—, y el vampiro se llevó casi a rastras a la aldeana que gritaba y se sacudía para zafarse.
En medio de la aislada villa, los cadáveres desmembrados de los pobres habitantes del lugar yacían esparcidos por doquier. Los vampiros inclementes habían acabado con casi todos de la manera más brutal y sangrienta. Solo unos cuantos hombres y mujeres fueron dejados con vida y habían sido encadenados para ser llevados como esclavos por los guerreros vampiros.
La hoguera en medio de la aldea ardía nuevamente y los soldados de Ardo y Pelagio lanzaban a las llamas los cuerpos sin vida de los que aquella noche habían sido asesinados inmisericordemente para saciar la sed de sangre de aquellos entes maléficos. El hedor nauseabundo a carne quemada y a sangre inundó el lugar y las almas de los difuntos se retorcían entre el cielo y el infierno aquella noche de luna llena.
El grupo cruzaba el boscaje desde la aldea hasta las ruinas abandonadas al otro lado del claro. Ardo y Pelagio lideraban el grupo, los prisioneros iban al medio custodiados por el grupo de soldados infernales. Los humanos, unos doce, reflejaban en sus rostros la imagen viva del terror. El miedo y la incertidumbre se apoderaban de ellos que lloraban lastimeramente al imaginar cuál sería su fin. Al cabo de una media hora, ya habían llegado al castillo abandonado, donde fueron encerrados en uno de los calabozos que aún permanecían en pie soterrados bajo las murallas de la decaída fortaleza.
II
Pasados unos días luego del horrendo ataque perpetrado por Ardo, Pelagio y sus hombres a la pequeña villa, los gritos desesperantes de una de las mujeres esclavizadas amarrada a una pared con cadenas se podían escuchar hasta el exterior de las ruinas.
—¡Noooo! ¡Por favor, Freddo... mi amor! ¡Soy yo, tu esposa... No me hagas daño!—, suplicaba la mujer mientras se retorcía de pena y terror al ver a su marido convertido en vampiro y que había sido encerrado con ella, para que se alimentara de ésta.
Freddo pareció detenerse por un instante para meditar la situación. Era evidente el alivio en el rostro de ella. Pero un segundo más tarde, el vampiro recién cambiado, ladeó su cabeza como lo hace un sabueso. Abrió su boca dejando salir un par de alargados colmillos y se abalanzó hacia la pobre mujer. De sus ojos azules salieron un par de lágrimas y se escuchó un grito ahogado, mientras quien en vida fuera su amante esposo, drenaba su sangre inmisericordemente.
Afuera, Ardo y Pelagio discutían sobre la jovencita que recién había sido convertida.
—¡No puede ser lo que me estás diciendo Pelagio! ¡Era virgen al momento de la conversión!—, inquiría un evidentemente molesto y contrariado general.
—¡Su sangre era tan dulce que no me pude contener Ardo!—, contestaba un nervioso Pelagio.
—¡Pero por qué no la tomaste antes de drenarla! ¡Debiste haber corrompido su alma antes de convertirla en una de los nuestros!
—¡No sé por qué me cuestionas eso! Sabes bien de mi aversión por las hembras.
—¡Debí haberlo hecho yo mismo... me imaginaba que era virgen cuando la capturamos! Pero había mucha sangre de niño en aquella choza y el frenesí me nubló los sentidos cuando decidí traerla—, Ardo admitía parte de la culpa en esos instantes y bajaba el tono de voz—. Esperemos que el mito sea solo eso. Era inocente y pura al momento de su muerte. Hay que vigilarla cuando se despierte.
—¿En serio crees lo de la sangre de ángel? Nunca en mis siglos de existencia he visto una.
—Hay que estar allí para comprobarlo cuando se levante de la muerte. No sé con exactitud si se demorará tres días como es común. Si su alma se bate entre el cielo y los avernos, puede que demore más, o tal vez menos. Lo peor que puede pasar es que hayamos creado un ángel-vampiro como dice la leyenda. El castigo sería peor que el estipulado por drenar a un niño... y si es cierto, hay que buscar la manera de seducirla y llevarla a la cama lo antes posible. Hay que evitar que los arcángeles se enteren si resulta ser una y buscar la manera de destruirla o de corromperla. No puede seguir siendo virgen si es una aberración dentro de la especie. Rompería el orden natural establecido.
—¿Y cómo la detendríamos si resulta ser una? Sus poderes podrían ser hasta mayores que los nuestros y su conciencia humana su peor arma contra nosotros.
—Desde esta noche haremos vigilia, una vez despierte intentaré hacerla mía y que beba de mi sangre. Solo así lograré contaminar su alma—, contestó Ardo finalmente y junto a Pelagio salieron de la habitación en la que estaban para dar aviso a los demás guerreros sobre la situación a la que ahora se enfrentaban.
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Leila
VampireLeila es una joven impetuosa, de espíritu libre. A sus diecinueve años conoce a un joven que será su desgracia. La hermosa pelinegra jamás imaginó lo que aquel extranjero tan apuesto y seductor escondía tras su deslumbrante apariencia...